El templo parecía flotar en un tiempo suspendido, como si el mundo exterior no existiera más allá de sus gruesas paredes de piedra. La luz cálida de las velas titilaba suavemente, dibujando sombras inquietas sobre las columnas de mármol que sostenían el techo abovedado. Los candelabros de hierro forjado, colgados a diferentes alturas, creaban un juego de luces y penumbras que transformaba el espacio en algo casi mágico. Las llamas de las velas se movían con una cadencia hipnótica, como si respiraran al ritmo de los corazones presentes.
Las vidrieras multicolores, obra maestra de artesanos olvidados por el tiempo, eran el alma del lugar. Cuando la luz del sol filtrada por ellas tocaba el suelo de mármol pulido, dibujaba patrones vibrantes que parecían vivos. Cada paso dentro del templo alteraba el mosaico de colores: azules profundos, dorados brillantes, rojos intensos y verdes esmeralda. Era un espectáculo que invitaba a la contemplación, como si cada destello fuera una bendición celestial.
El aroma a incienso, dulce y embriagador, flotaba en el aire, mezclándose con el perfume fresco de flores recién cortadas. Jarrones de cristal tallado, decorados con delicadeza, contenían claveles blancos, rosas amarillas y lilas moradas que adornaban cada rincón del templo. El suelo estaba cubierto de pétalos esparcidos, un tributo silencioso a la pureza y la belleza del acto que estaba por realizarse.
En este ambiente cargado de solemnidad y espiritualidad, los murmullos de los invitados apenas rompían el silencio reverencial. Todos estaban vestidos con sus mejores galas, hombres con trajes oscuros y mujeres con vestidos de seda y terciopelo. Algunos llevaban joyas familiares, otras portaban coronas de flores trenzadas. Cada detalle había sido cuidadosamente planeado para honrar la ocasión.
Melibea avanzaba lentamente hacia el altar, sus pasos ligeros apenas hacían eco en el mármol pulido. Su figura etérea parecía pertenecer a otro mundo, como si fuera una aparición envuelta en luz. El vestido blanco que llevaba era una obra de arte en sí misma, confeccionado con capas de gasa fina que caían en cascada desde su cintura hasta el suelo. Los bordados de flores en hilo plateado brillaban sutilmente bajo la luz de las velas, capturando destellos que parecían estrellas fugaces. Cada puntada era una promesa, un recordatorio de la vida que estaba dejando atrás y la nueva que comenzaría ese día.
Su cabello negro, liso y brillante, caía como una cascada sobre sus hombros desnudos, enmarcando un rostro que irradiaba serenidad. Sin embargo, sus ojos, grandes y expresivos, revelaban una tormenta contenida. Había lágrimas no derramadas en ellos, una mezcla de alegría, nostalgia y tal vez incluso un poco de temor ante lo desconocido. Melibea sabía que este día marcaría el final de una etapa y el comienzo de otra completamente distinta.
A su lado, Arnaid caminaba con paso firme, aunque su cuerpo entero parecía temblar con una mezcla de orgullo y melancolía. Su mano derecha, que sostenía la de su hija, temblaba ligeramente, como si le costara desprenderse de ella. Era un gesto tan íntimo que muchos de los presentes lo encontraron profundamente conmovedor. Para Arnaid, este momento representaba tanto una celebración como una despedida. Su pequeña, su gemela preciosa, estaba dejando el nido para unirse a otro hombre. Aunque confiaba plenamente en Tristán, no podía evitar sentir que estaba entregando una parte vital de sí mismo.
Arnaid llevaba un traje oscuro, impecablemente ajustado, con detalles bordados en plata que resaltaban su origen militar. Su porte regio y su mirada decidida ocultaban, al menos parcialmente, el tumulto emocional que sentía en su interior. Mientras avanzaba, su mente vagaba por recuerdos de cuando Melibea era una niña pequeña, corriendo por los prados del bosque con vestidos demasiado largos para ella, riendo sin preocupaciones. Ahora, esa risa infantil había madurado en una sonrisa serena, y su inocencia había dado paso a una mujer fuerte y decidida.
Al final del pasillo, Tristán esperaba impaciente, su postura erguida y su uniforme militar impecable. Llevaba un traje ceremonial que reflejaba su posición como caballero y noble. El azul oscuro del uniforme contrastaba con el dorado de los bordados, y su espada ceremonial colgaba de un cinturón labrado con motivos florales. Su cabello rubio, peinado hacia atrás, brillaba como el oro bajo la luz de las velas, y sus ojos ambarinos seguían cada movimiento de Melibea con una mezcla de ansiedad y devoción.
Tristán no podía apartar la vista de ella. En su mente, repasaba una y otra vez los momentos que habían compartido: las conversaciones nocturnas bajo las estrellas, las risas compartidas durante festines, los momentos de complicidad que habían sellado su amor. Sabía que este día era el inicio de algo grande, pero también sentía el peso de la responsabilidad. Estaba comprometiéndose no solo con Melibea, sino con todo lo que ella representaba: su familia, su linaje, su futuro.
Mientras esperaba, Tristán sintió cómo su corazón latía con fuerza contra su pecho. Contenía el aliento, incapaz de apartar la vista de la mujer que pronto sería su esposa. En ese instante, el resto del mundo desapareció para él. Solo existía Melibea, caminando hacia él como si fuera la única persona en el universo. Su presencia lo llenaba de una calma que nunca antes había experimentado, pero también de una emoción que amenazaba con desbordarlo.
Cuando llegaron al altar, Arnaid tomó la palabra con voz clara pero cargada de emoción:
—Le hago entrega de una de mis gemas preciosas, mi Melibea, lord Ethelwulf —dijo, depositando suavemente la mano de su hija en la de Tristán. Sus palabras resonaron en el silencio reverencial del templo, cargadas de significado y solemnidad.
Tristán respondió sin dudar, su voz profunda y segura:
—La cuidaré con mi vida, de ser necesario, señor.
La ceremonia dio inicio, y todos los presentes observaban con atención mientras los novios tomaban el cáliz sagrado. La joven sacerdotisa, con gestos precisos y delicados, ató un listón verde alrededor de las manos entrelazadas de los contrayentes. Fue entonces cuando una voz curiosa interrumpió el momento con una pregunta ingenua:
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Editado: 26.04.2025