El Salón de Cristal, un abismo de tensión.
Las luces del ocaso se filtraban por las altísimas ventanas del salón del trono como dedos de fuego líquido, proyectando sombras largas y afiladas sobre el mármol blanco que cubría las paredes y el suelo. Cada rayo parecía cargado de electricidad estática, vibrando contra la frialdad inmaculada de la sala. El aire era denso, pesado, como si las palabras no dichas entre los presentes lo hubieran saturado hasta hacerlo casi irrespirable.
Marion avanzaba con pasos medidos, cada uno resonando como un tambor lejano en el vasto espacio vacío. Su vestido carmesí ondeaba tras ella como una llama viva, arrastrándose por el suelo con un susurro apenas audible que contrastaba con la dureza de su postura. Sus manos, blancas como el mármol bajo ellas, estaban cerradas en puños disimulados dentro de las mangas del vestido. Sus ojos azules ardían como brasas encendidas, clavándose en el hombre frente a ella con una intensidad que podría haber derretido el hielo de las montañas más altas.
Darius permanecía sentado en el trono, su figura alta y dorada resplandeciendo bajo la luz mortecina. Pero había algo quebrado en su apariencia: su cabello, habitualmente cuidadosamente peinado, caía desordenado sobre sus hombros, y sus ojos aguamarina brillaban con una tormenta contenida. Las yemas de sus dedos tamborileaban suavemente sobre los brazos del trono, un gesto inconsciente que revelaba su agitación interna.
—Hiciste tu elección —dijo Marion, su voz firme y cortante como un filo de acero—, no sólo traicionaste a tu reina, sino que condenaste a esta niña a un destino que ni ella ni yo pedimos.
Darius se levantó lentamente, cada movimiento deliberado, como si temiera romperse al menor descuido. Su capa real se deslizó detrás de él con un crujido sutil, cayendo al suelo como una sombra abandonada. Los músculos de su mandíbula se tensaron mientras hablaba, su tono controlado pero cargado de una gravedad que resonaba en las paredes del salón.
—Es necesario para mantener el equilibrio, Marion. Areusa no es una niña común. Su poder es peligroso, inestable. El templo de Howl en Azrrahen es el único lugar donde podrá controlar lo que es... y lo que puede llegar a ser.
Entre ellos, como una pequeña isla en medio de un mar de tensiones, estaba Areusa. La niña permanecía inmóvil, sus pies descalzos apenas tocando el frío mármol. Sus grandes ojos turquesa, llenos de una sabiduría inquietante para su edad, parecían absorber todo lo que ocurría a su alrededor. En sus pequeñas manos sostenía un ramo de flores oscuras, sus pétalos casi negros reflejando destellos violáceos bajo la luz del ocaso. De vez en cuando, sus dedos jugaban nerviosamente con los tallos, arrancando pequeñas hojas que dejaba caer al suelo sin darse cuenta.
Marion se acercó a la niña con pasos suaves, como si temiera asustarla. Se arrodilló frente a ella, el sonido de sus rodillas tocando el mármol resonando en el silencio tenso. Con delicadeza, tomó las manos de Areusa entre las suyas, notando cómo las flores temblaban ligeramente en el agarre de la pequeña.
—¿Y qué hará el templo, Darius? —preguntó sin apartar la mirada de la niña, su voz teñida de una mezcla de furia contenida y desesperación—. ¿Convertirla en un arma? ¿Silenciar su alma hasta que deje de ser humana?
Darius dio un paso hacia adelante, pero se detuvo abruptamente, como si una barrera invisible lo hubiera frenado. Su respiración se hizo más pesada, visible incluso en el aire fresco del salón. Sus labios se separaron ligeramente antes de que las palabras escaparan en un susurro roto:
—Es lo mejor para Alkarya... y para ella.
Ella se levantó con una fluidez que contrastaba con la rigidez de sus emociones. Su cuerpo irradiaba una energía contenida, como un volcán a punto de entrar en erupción. Volvió a enfrentar a Darius, su mirada atravesándolo como una espada.
—Tal vez el consejo y el parlamento te han convencido, pero no intentes convencerme a mí. Esta niña es una parte de ti, una parte de nosotros, y enviarla lejos no borrará tus errores. Lo único que harás será alimentarlos.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Las últimas luces del ocaso desaparecieron lentamente, sumiendo el salón en una penumbra dorada. Marion tomó a Areusa en brazos con un movimiento protector, envolviéndola en un abrazo que parecía querer protegerla del mundo entero. Sin mirar atrás, caminó hacia las enormes puertas del salón. El eco de sus pasos resonó como un tamborileo fúnebre, y el sonido metálico de las puertas al cerrarse reverberó como un lamento ancestral.
El rey quedó solo, paralizado en el centro del salón. Su cuerpo se desmoronó lentamente, cayendo de rodillas con un golpe sordo que resonó en el vacío. La corona se deslizó de su cabeza, rodando unos metros antes de detenerse con un tintineo apenas audible. Sus manos temblorosas buscaron apoyo en el suelo, sus dedos presionando contra el mármol frío como si quisiera anclarse a algo sólido. Un sollozo ahogado escapó de sus labios, tan suave que casi se confundió con el susurro del viento que entraba por las ventanas. Sabía que su decisión, aunque necesaria según su lógica, lo había condenado a una soledad que nunca sería remediada.
Mientras tanto, en los pasillos del palacio, Marion caminaba con Areusa aún en brazos. Sus pasos eran rápidos pero controlados, como si intentara canalizar su furia en cada movimiento. El sonido de su respiración agitada era el único ruido que acompañaba el murmullo de su vestido carmesí. Cuando llegó a la gran galería que daba al patio interior, se detuvo frente a una de las ventanas. Las primeras estrellas comenzaban a titilar tímidamente en el cielo oscurecido, y su luz tenue parecía burlarse de ella, ofreciendo una falsa promesa de esperanza.
Bajó la mirada hacia Areusa, cuyos ojos turquesa la observaban con una calma inquietante. Acercó su rostro al oído de la niña y susurró tan bajo que ni el viento pudo llevarse sus palabras:
—No dejaré que esto sea el final, mi pequeña. Prometo que algún día el pueblo conocerá la verdad, y tú reclamarás lo que es tuyo.
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Editado: 26.04.2025