De Gitana A Princesa

44 PROFECÍA.

El chirrido metálico resonaba por el gran salón del trono, acompañado de chispas que brotaban cada vez que las espadas de Damián y Ágata chocaban con fuerza bajo la luz fría del mediodía invernal. A través de las vidrieras rotas, se filtraban rayos de sol que apenas lograban calentar el ambiente gélido. La nieve cubría los jardines exteriores, reflejando destellos dorados que contrastaban con la tensión en el interior del palacio. Era un enfrentamiento brutal, casi hipnótico, donde ninguno de los dos cedía terreno. Aunque Damián luchaba con destreza y determinación, Ágata llevaba ventaja: sus enormes alas negras no solo eran un símbolo de su poder, sino también un escudo impenetrable.

—Ya confiesa, cuervo —gruñó Damián, lanzando una estocada hacia el costado de su oponente mientras su aliento formaba pequeñas nubes de vapor en el aire helado—. ¿Es Eriol quien está detrás de esa secta de fenómenos?

Ágata soltó una risa burlesca, su tono cargado de cinismo mientras alzaba el vuelo para ponerse fuera de alcance. Desde las alturas, su figura se recortaba contra el cielo invernal, donde algunos copos de nieve comenzaban a caer nuevamente, danzando en el aire antes de posarse sobre el mármol helado del suelo.

—Mi estimado rey —respondió con fingida cortesía, inclinándose teatralmente en el aire—, alguien tan básico como lord de Azair no podría ser nuestro líder. Es un idealista, lo admito, pero no puedes negar que el duque ha tenido tratos con nuestro líder.

Damián apretó los dientes, furioso. Sin darle tiempo a continuar, se lanzó hacia ella con renovada ferocidad, decidido a atraparla y arrancarle las respuestas que necesitaba. Pero antes de que pudiera alcanzarla, un enorme lobo blanco como la nieve apareció de repente, interponiéndose entre ambos. Su pelaje niveo brillaba bajo la luz del día invernal, y su respiración formaba pequeñas nubes de vapor que flotaban en el aire gélido.

—¡Quítate! —bramó el pelirrojo, fulminando al cuadrúpedo con la mirada.

—¡No seas imbécil, carajo! —gruñó Tristán, mostrando sus filosos colmillos—, esa espada podría matarte con un pequeño corte, al igual que sus flechas negras. Usa un poco el sentido común.

Ágata soltó una carcajada desde su posición elevada, observando al lobo con una mezcla de diversión y desdén.

—Pensé que ya estabas muerto, lobito pulgoso. Veo que eres más fuerte de lo que pareces —dijo con su habitual tono burlón.

Tristán respondió con un gruñido grave, sus ojos dorados brillando con intensidad mientras mantenía su postura protectora frente a Damián.

—Yo que tú le haría caso al lobito, pequeño zorro —continuó Ágata, moviendo su espada de hoja negra con elegancia—, es divertido combatir contigo, pero no me gustaría matarte tan rápido.

Antes de que Damián pudiera responder, una voz femenina resonó en el salón, deteniendo a todos en seco.

—Ágata, detente.

Todos los presentes giraron la cabeza hacia la entrada, donde una figura inesperada había aparecido. Allí estaba Areusa, envuelta en un aura maligna que parecía absorber la poca luz que quedaba en la sala. Un par de alas negras de gran tamaño emergieron de su espalda, cubriendo parte de su cuerpo mientras sostenía a Melodía inconsciente en sus brazos. Detrás de ella, el cielo invernal se oscurecía lentamente, como si la tormenta que se avecinaba reflejara la tensión del momento.

—¡¿Qué le has hecho?! —rugió Damián, avanzando hacia ella con los puños apretados, su aliento formando nubes de vapor en el aire frío.

Pero antes de que pudiera acercarse, Areusa extendió una mano y creó una barrera invisible que lo lanzó violentamente al suelo cuando intentó atravesarla.

—Yo nada… Solo tomé su luz —respondió Areusa con una sonrisa inocente, como si estuviera hablando de un juego infantil—, ella no quiso cooperar, así que me vi obligada a hacerla cooperar. Pero no te preocupes, no sufrió mucho... Bueno, no mucho.

—Maldita —escupió Damián, sus ojos llenos de furia mientras intentaba recuperar el equilibrio.

La risa de Areusa era desconcertante, casi infantil, como si realmente creyera que todo esto no era más que una diversión.

—No te preocupes, Damián —dijo, acariciando con delicadeza la mejilla de Melodía—, sus últimas palabras fueron que te amaba. La pequeña entrometida descubrió mi pequeño secreto, hermanito.

Con cuidado, dejó a Melodía en el suelo, asegurándose de que estuviera cómoda antes de retroceder unos pasos. Su cabello negro contrastaba con la nieve que comenzaba a acumularse en el umbral de la entrada.

—Qué ironía —continuó Areusa, su voz ahora cargada de amargura—. Yo, Areusa, primogénita del rey Darius, debo vivir a las sombras, mientras una plebeya gitana es nombrada reina hoy. Este mundo definitivamente está torcido, y por eso creé la Orden del León Carmesí, para poner todo en su justo orden.

Melibea llegó al lugar guiada por la densa oscuridad que emanaba de Areusa. Al ver a su hermana tendida en el suelo, intentó desesperadamente deshacer la barrera que la protegía, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Concentró su magia en la palma de su mano, formando una esfera de luz que lanzó con todas sus fuerzas, pero la barrera permaneció intacta.

La imagen de Melodía inconsciente en el suelo fue suficiente para que Damián cayera de rodillas. Una voz cruel y despiadada comenzó a resonar en su mente, torturándolo con palabras venenosas.

«¡Mátala!» gritaba la voz, retumbando en su cabeza como un eco infernal. Un dolor punzante le hizo soltar la espada, llevándose las manos a la cabeza mientras se estrujaba los cabellos rojizos, tratando desesperadamente de detener el tormento. Pero el dolor solo aumentaba, consumiéndolo por completo.

«¿Qué esperas? Mátala como ella mató a tu mujer y a tu hijo. No tengas compasión, que pague con sangre tu dolor».

Damián finalmente cedió ante esa voz. Un aura oscura lo envolvió, y su cuerpo comenzó a cambiar. Sus ropajes se desgarraron mientras su forma humana daba paso a una bestia de gran tamaño, con pelaje blanco y toques rojizos. Sus ojos turquesa se tornaron de un rojo sangre brillante.




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