La barrera del templo de Astra había sido reforzada por orden expresa del nuevo monarca. En lo más recóndito del sagrado recinto, dedicado a la deidad de la sabiduría y la unión, se hallaba Areusa, custodiada por Febo, un mago prodigio enviado desde Berbendur. El poderoso y enigmático hechicero se había tomado muy en serio su labor de custodio, pues la atmósfera del lugar era densa, cargada de tensiones que parecían resonar en cada rincón.
—Majestad, la mujer aún no se recupera del todo —informó uno de los sacerdotes con voz apagada, como si temiera perturbar el silencio del templo.
—Lo sé, anciano. Pedí a Febo verla un momento —respondió el rey, levantándose de su asiento con aire decidido.
—Damián —llamó Dionicio, el sacerdote mayor, genuinamente preocupado—, muchacho, verla no te hará bien. Areusa no muestra remordimiento alguno —aconsejó con tono paternal—. Esa muchacha ha alimentado rencor durante años. Conozco a su majestad desde que sólo era un recién nacido, le estimo mucho desde que era un niño, mi señor.
—Le entiendo, sacerdote, aún así debo hacerlo —suspiró Damián, cansado—. Tengo mucho que preguntar antes de que sea llevada a Berbendur —su voz sonaba apagada, y aunque intentó dibujar una sonrisa en sus labios, solo logró esbozar una mueca forzada, un fallido intento de tranquilidad.
—Está bien, majestad. Lo llevaré con Solomon; yo no tengo permitido el paso —aceptó Dionicio tras una breve pausa.
El sacerdote guió al monarca hacia el recinto de oración. Al llegar, Damián, por respeto, desprendió la espada de su cinto y se la entregó al anciano. No era la primera vez que entraba allí. Astra no era partidaria de las guerras, y a la deidad también se le conocía como la diosa de la paz. Recordaba claramente cómo Solomon, el sumo sacerdote, le había reprendido una vez por entrar armado a aquel lugar sagrado.
—Majestad —el anciano hizo una reverencia profunda—. Su presencia aquí me sorprende. ¿A qué debo su visita, mi señor…?
Damián correspondió el saludo con cortesía, aunque entre él y el religioso nunca había existido una relación cordial. Obligación y cortesía por delante.
—Vine a ver a Areusa.
Solomon abrió los ojos al máximo, sorprendido por la respuesta del joven rey. Aunque no veía con buenos ojos la decisión de Damián, retar al temperamental monarca no era una opción viable.
—¿Puedo saber por qué? No me malinterprete, majestad, pero esa mujer está como ida. Si desea interrogarla, no creo que obtenga respuestas claras —advirtió Solomon con cautela.
Damián respiró profundamente, conteniendo un comentario más brusco de lo que hubiera deseado.
—Solo permítame verla —pidió en un tono cansado, casi suplicante.
—Está bien, señor —cedió el sacerdote, soltando un suspiro de resignación.
—No me diga "señor". No soy un viejo —se quejó el pelirrojo, rompiendo ligeramente la tensión del ambiente.
El lugar era oscuro, iluminado únicamente por un camino de antorchas que dibujaban sombras danzantes en las paredes de piedra. Bajaron unas escaleras de mármol desgastado y allí, al final del pasillo, se encontraba Febo. Vestía una túnica morada con detalles dorados que brillaban débilmente bajo la luz de las llamas. Sus ojos negros eran insondables, y su cabello largo y blanquecino, con un brillo plateado, le daba un aire etéreo.
—El rey solicita ver a la prisionera —anunció Solomon con formalidad.
—Lo esperaba —fue lo único que respondió el enigmático hechicero, su voz grave resonando en el silencio.
—¿Es usted vidente? —preguntó Damián, escéptico, alzando una ceja.
Febo negó lentamente con la cabeza.
—Areusa lo mencionó algunas noches atrás. Puede pasar, majestad —dijo el hombre, haciéndose a un lado—. Eso sí, tiene solamente una hora. No más, no menos.
—Con eso basta —respondió Damián, abriendo la puerta de la celda.
Contrario a la oscuridad habitual de las mazmorras del templo de Astra, el interior de la celda estaba iluminado por una tenue luz dorada que parecía emanar de las paredes mismas. Damián se quitó el amuleto que colgaba de su cuello, revelando poco a poco sus rasgos de zorro y su aura demoníaca. Era un cambio sutil, pero cargado de significado.
Areusa dormía tranquila, pero al percibir la presencia del aura demoníaca, abrió los ojos de golpe. Se levantó del lecho donde descansaba con dificultad, aunque logró ponerse de pie.
—Sabía que vendrías —dijo con parsimonia—. Si viniste a preguntar "¿por qué lo hice?" o "¿por qué maté a nuestro padre?", pues no lo haré. Ágata no debió matarlo. Yo le expliqué cómo sacar el cristal sin herirlo... Pero bueno, ella no lo entendió. Darius tampoco cooperó —encogió los hombros con indiferencia, como si hablara del clima.
El cinismo de Areusa molestó a Damián. Hablaba de la muerte de su padre como si fuera un detalle insignificante. La sangre fría de su hermana lo descolocaba, aunque recordaba cómo ella se había sacrificado para salvar a Odette. Esa contradicción solo aumentaba su confusión.
—¡El zorro y las dos lunas! —exclamó Areusa emocionada, tomando el libro de las manos del rey—. Me gusta mucho ese libro. ¿Viniste a leerlo para mí?
Damián negó con la cabeza, y Areusa borró rápidamente la sonrisa de sus labios.
—No entiendo. Si no viniste a leer, y tampoco viniste a preguntarme sobre la muerte de nuestro padre, ¿qué haces aquí? —cuestionó con fastidio, entornando los ojos.
—Una vez me dijiste que no todo es lo que parece. Y yo... yo quisiera saber lo que de verdad eres —dijo Damián con seriedad.
—Si mal no recuerdo, tú también me dijiste que a veces el fin justifica los medios, hermanito —respondió Areusa con un tono burlesco, tomando asiento nuevamente mientras hojeaba el librillo de cubierta oliva—. Voy a ser una buena hermana mayor y responderé lo que quieras.
—¿Por qué tramar todo esto? —preguntó Damián, directo.
—Porque teníamos nuestras razones de peso —respondió con evidente fastidio—, si crees que fue todo un plan hecho por mí, estás en lo cierto. Pero esto no lo logré sola, pequeño zorro.
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Editado: 26.04.2025