El ducado de Bleddyn quedaba a dos días en carruaje desde la ciudad de Aldremir, la capital de Alkarya. El trayecto se tornó tedioso para los mellizos, que comenzaban a irritarse por el reducido espacio dentro del vehículo. Por otro lado, Odette estaba maravillada, observando con asombro los paisajes que desfilaban ante sus ojos.
—Tú y Damián vinieron a casarse a Bleddyn, nunca me contaste cómo fue —dijo la princesa haciendo un puchero.
—Yo apenas me entero de que se casaron en Bleddyn —acotó Lilly también sorprendida—. Pensé que el rey y tú contrajeron nupcias en el palacio.
—No, Lilly. Mi hermano y Mel tienen una historia lo más de romántica. Se escaparon y el capitán Rutden fue testigo de ello —dijo la pequeña con ojos soñadores—. Capitán, ya que Mel no, ¿nos contó nunca?
El soldado miró a la reina y luego a la princesa. Si algo tenían en común los reyes alkaryos era esa reserva sobre ciertos temas. Notó las mejillas de la reina arreboladas por un tenue sonrojo, pero un leve asentimiento de la monarca le dio a entender que podía narrar los hechos de aquel día.
—Pues verán... —comenzó Andreas, relató al par de damas los sucesos de aquel día, haciendo el tiempo de viaje más ameno.
Sin que nadie se diera cuenta, ya habían llegado al territorio de Bleddyn. El lugar era tranquilo: calles empedradas, casas pintorescas con grandes puertas de madera y ventanas adornadas con flores de aciano. La reina asomó la cabeza por la ventana, reconociendo aquel camino. Frente a ella se alzaba el templo de la Luna, dedicado a la diosa Selene. Recordar el día de su unión con Damián aceleró los latidos de su corazón; revivía ese momento como si hubiera sido ayer.
El lugar seguía siendo tan hermoso como lo recordaba: altas columnas de un blanco inmaculado, tres cúpulas con techos dorados y, en la cúpula central, una media luna brillante en oro.
El clan Ethelwulf tenía un territorio más extenso que la familia Rutden. Fue una sorpresa notar que, antes de llegar a la residencia del duque, ya se encontraban algunas mansiones esparcidas por el camino.
—El clan Ethelwulf es muy extenso —dijo la pequeña Odette, asombrada mientras miraba por la ventana.
—Sí, alteza. Es un clan grande, incluso fuera del reino se han extendido las raíces Ethelwulf —explicó Andreas a la princesa.
—Según mi madre, en Bleddyn solo está la rama principal del clan —acotó Lillyanne a la conversación, recordando las palabras de Irina durante una de sus tantas charlas amenas.
—Hemos llegado —anunció Andreas.
El capitán fue el primero en bajar del carruaje, seguido por Lillyanne, quien llevaba en brazos al pequeño Gael. Luego descendió Odette con Merliah en sus brazos, y finalmente la reina, ayudada por el capitán Rutden.
Al pie de la escalera estaban los padres de la reina, uno a cada lado de su hermana Melibea. Sin pensarlo dos veces, Mel corrió hacia ellos, abrazándolos con fuerza, olvidándose por completo del protocolo.
—¡Padre, madre! —gritó sin poder ocultar su emoción—. Creí que no vendrían.
—¿Y cómo no hacerlo, pequeña? Ya que no pudimos ir a tu matrimonio, no podíamos perdernos también estar ausentes en la vida de Melibea —respondió su madre con ternura.
—Madre, disculpa. Sé que debí avisar, pero...
—No, Mel. No es necesario dar explicaciones. Tu padre y yo entendemos —intervino Rosella, mirando a Arnaid.
—Así es, Rosella —corroboró él.
—Arnaid, Rosella… ¿Qué pasó con sus antiguos nombres? Es decir, Lluvia y Gastón —preguntó Mel, confundida.
—Mel, nuestros padres han retomado sus nombres. Papá y mamá ahora son los duques de Howl. Aurora otorgó aquel título a nuestros padres —explicó Melibea con emoción.
—¡Duques! —exclamó Mel atónita ante la noticia.
—Desde que Alkarya y Altamyr ofrecieron su apoyo al reino de Azrrahen, Aurora… —Melibea hizo una pausa, meditando lo que iba a decir—. Bueno, mejor dicho, la reina Aurora ha levantado el reino. Ciudadanos azrrahences han retomado sus tierras. Parte de las arcas de Azrrahen eran protegidas por Arella, nuestra abuela…
—¡Arella es nuestra abuela! —exclamó Mel, incrédula. Aquella mujer siempre había sido un misterio para ella. Se preguntó si alguna vez Arella supo quién era realmente su nieta.
—Era mi madre —se limitó a decir Rosella, con semblante serio.
Melibea, al ver a los pequeños príncipes, corrió emocionada hacia ellos y los tomó en brazos. Solo los había visto unas pocas veces, pero Merliah ya quería estar en el suelo. Con delicadeza, Melibea la bajó.
—Al parecer funcionó la réplica de Hirios —dijo la mujer de largo cabello lacio ébano, arrodillándose a la altura de Merliah. La abrazó con ternura y besó su coronilla pelirroja.
El ambiente familiar se vio interrumpido por una tensión repentina cuando un hombre mayor apareció haciendo una reverencia.
—Lady Rosella, el amo Eriol le espera. Ya están listos los documentos.
—¡Eriol! ¿Qué hace ese hombre aquí? —exclamó Melodía, frunciendo el ceño.
El mayordomo se volvió al escuchar la voz de la reina. Al notar la corona sobre su cabeza, hizo una profunda reverencia.
—Perdone mi falta de respeto, majestad…
—Levántese, Sebastián —dijo Melodía, ignorando el protocolo—. Ahora responda a mi pregunta: ¿Qué hace el duque aquí?
—Vino por petición mía, Melodía —intervino Rosella con calma—. Legalmente aún era esposa del duque, hija mía. Finalmente aceptó nuestra separación oficial.
—Madre, Melibea, cuiden de los mellizos. Eriol tiene muchas explicaciones que darme… —declaró Melodía con determinación.
—No permitiré que estés cerca de ese sujeto, ninguna de ustedes —señaló Arnaid con firmeza, dirigiéndose a su esposa e hijas.
—Pero, padre… —Melodía se sintió frustrada, tenía mucho que decirle al causante de tanto sufrimiento.
—Hija mía, haz caso a tu padre. Entiendo tu impotencia, yo me siento como tú —dijo Rosella, tomando las manos de su hija con cariño.
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Editado: 26.04.2025