De Hadas y Zapatos de Cristal

Dos

Elira

Salir de la torre del registro fue mucho más simple de lo que había sido entrar. Solo tuve que saltar por la ventana y dejar que mis alas evitaran el porrazo, aunque igual me di un golpe de trasero como cuando aterricé sobre el techo.

—Eso dolió… —susurré para mí, poniéndome de pie lentamente.

Escuché los graznidos de Córax y lo vi sobrevolando encima de mí en círculos, como si me avisara que me tenía que dar prisa y moverme de ese lugar.

Luego oí las voces de algunas hadas que se acercaban a mí, así que me apresuré en esconder mi varita. Ellas no debían verla o se darían cuenta de que tenía un deseo, lo cual no sería bueno para mí, porque ¿qué hacía una reprobada con un deseo? Me iban a delatar.

—Rayos… —Me escabullí rápido cuando las vi aparecer por detrás del edificio de la academia y fui corriendo hacia la otra torre de cristal que estaba frente a mí.

Para llegar al mundo humano no había un modo simple: la única forma era a través de un portal. Había uno en la academia, otro en el consejo de Hadas Mayores y, por suerte para mí, también había uno en el pueblo.

Había algunas hadas “pudientes” que presumían de tener portales propios, y también algunos altos elfos, mientras que el resto estaban repartidos entre otras criaturas mágicas. Un hada normalita como yo no podía simplemente ir al mundo humano como si nada.

Debía tener un pase o un permiso especial firmado que autorizara mi salida.

—Ay, ¿cómo no pensé en eso antes?

Me di un cabezazo sin fuerza contra la pared de la torre.

¡Pero qué descuidada!

Todo mi esfuerzo al entrar a la sala prohibida, abrir el registro de deseos y robar un deseo había sido en vano porque no tenía un pase ni un permiso.

—¿Qué diablos te pasa ahora? —La voz de Córax me sacó de mis lamentos mentales.

Me di la vuelta para mirarlo, él acababa de aterrizar sobre el suelo, mirándome con esos ojos que parecían más expresivos que los de un ave normal, a pesar de que solo eran dos bolitas negras.

—No puedo ir al mundo humano, Córax. No pensamos en eso antes de hacer toda esta locura —le respondí susurrando, pero alzando el tono de voz al mismo tiempo—. ¡No tengo un pase!

Como siempre hacía cuando mis problemas no le importaban, el cuervo se rascó la cabeza con su pata y luego me miró como si yo estuviera loca.

—No pasa nada, tengo un permiso firmado.

Arqueé una ceja.

—¿De dónde sacaste eso?

Agitó sus alas frente a mí y graznó con gracia.

—Me lo robé de la oficina de la directora.

Abrí mi boca para gritar de horror, pero recordé que no debía llamar la atención, así que me quedé callada. Ya me había robado un deseo del registro, ¿qué más daba que usara un permiso robado también?

—Bueno… —respondí, relajando los hombros—. Entonces vamos.

No era una buena idea que usara el portal de la academia, porque quedaría el registro de que lo hice y me iban a poder rastrear con facilidad. No podía permitir que dieran conmigo hasta que no me encargara personalmente de cumplir el deseo de forma correcta, así que Córax y yo nos dirigimos al pueblo.

Pasear por Alas Coloridas era toda una experiencia. Había hadas volando por todos lados; luces de todos los colores que se encendían y apagaban, y justo en el centro de la plaza estaba la fuente mágica, que ofrecía un espectáculo maravilloso cada que sus aguas saltaban hasta casi perderse en el cielo.

Siempre había querido aportar la magia reunida de mis deseos cumplidos a la fuente, como hacían todas las hadas, pero una fracasada como yo no tenía cómo.

«Eso está a punto de cambiar», pensé, buscando darme ánimos.

—Este portal parece muy concurrido —dijo Córax, que tenía las garras de sus patas aferradas a mi hombro izquierdo. No me lastimaba porque estaba agarrado de mi ropa, pero podía sentir los leves piquetitos.

—Es el portal del pueblo, es normal —respondí, mirando hacia la entrada del edificio que contenía el portal en su interior.

No era muy alto, solamente tenía un piso, pero era custodiado por dos silvanos que tenían una expresión muy seria en sus rostros. Siempre me habían dado un poco de miedo, con su piel como la corteza de un árbol y su cabello de hojas.

—Avanza, niña. —Córax me graznó en el oído, así que me apresuré en acercarme a las puertas del edificio.

Había una cola enorme, unos veinte tipos antes de mí. Conté siete hadas, dos elfos y unos cuántos enanos. Las hadas eran casi las únicas criaturas mágicas que salían hacia el mundo humano para conceder deseos y alimentar la magia; mientras que los elfos, en su mayoría, viajaban para hacer algunos negocios o conseguir artefactos valiosos para sus experimentos alquímicos: una clase de disciplina extraña que mezclaba los principios de la magia con la ciencia humana.

Cuando llegó mi turno, después de una eternidad en la fila, miré al silvano y él también me miró. Sus ojos eran como dos bolas negras y vacías. Sentía que en cualquier momento me iban a tragar.

—H-hola, voy al mundo humano para…

—Identificación y permiso —me interrumpió con su voz hueca, casi como un eco.

—Ah, s-sí.

Tragué saliva y busqué entre mi ropa, ¿Dónde diablos había dejado ese bendito papel? Después de un rato lo saqué por fin, con las orillas arrugadas, y casi se me cayó de los nervios.

El silvano lo revisó sin expresión alguna y después pasó su mano derecha frente a mi cara. Se desplegó un pequeño haz de luz frente a mí, en donde aparecían mi foto y mis datos. Rogué para que ahí no saliera algo como “Hada reprobada en el examen final”.

Ya podía imaginar el peor de los escenarios. El silvano, con su cara impávida, me delataría delante de todos y me encerrarían por cien años dentro de una bellota. O peor ¡me iban a expulsar!

Pero nada de eso pasó.

—Adelante —fue lo único que dijo.

Asentí y caminé hacia el interior de las puertas. Una vez ahí, solté un suspiro de alivio.




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