De Hadas y Zapatos de Cristal

Tres

Evander

Desde que era niño siempre había pensado que el verdadero amor era algo que se construye día a día, con mucha paciencia. Mis padres eran el mejor ejemplo: siempre estaban unidos en todo y para todo.

Pensaba que, cuando creciera, sería capaz de elegir a la persona con quien iba a compartir mi vida. Por eso, cuando mi padre, el Rey de Kalendor me ordenó que debía casarme cuanto antes y engendrar un heredero para la corona, me sentí como si me estuvieran arrebatando una parte importante de mí mismo.

—¿Estás bromeando? —repliqué. El tono de mi voz estaba lleno de ira contenida, a fin de cuentas, estaba hablando con mi padre—. No voy a hacerlo, no me casaré con una completa desconocida.

A pesar del aspecto bonachón de mi padre, él era un hombre autoritario. Lo que él dictaba se hacía y yo sabía que no tendría más opción que obedecerle, aunque no quisiera.

—Ya tienes veintiún años, edad suficiente para prepararte para heredar el peso de la corona —me dijo, viéndome con esos ojos tan serios, que habían perdido toda su luz de bondad—. Mírame, Evander. Ya soy un viejo, no viviré muchos años más. No puedo seguir gobernando por la eternidad y si tú no tienes un heredero es muy probable que el Duque de Valefont decida despojarte del trono.

Lo sabía. Sabía que mi padre me había engendrado a una edad muy avanzada. Mamá era mucho más joven, pero ella no podía ser reina si a él le pasaba algo. Toda la responsabilidad era mía.

Y aun así protesté:

—¡Pero padre…!

—¡Estamos al borde de una guerra con el reino de Solthar! —Interrumpió él, alzando la voz más de la cuenta—. ¿Entiendes lo que se avecina? Eres mi único hijo. No puedo confiar en nadie más.

«Eres mi único hijo»

Esas palabras siempre calaban hondo en mí, porque sabía que era mi deber.

A veces deseaba no haber nacido como el príncipe de este reino. De ningún reino. Solo deseaba salir del castillo, pasear por el pueblo como cualquier otra persona y reír con mis amigos.

Pero era un maldito príncipe heredero.

—Comprendo, padre… haré lo que usted ordene.

Al final me rendí. No había mucho que pudiera decir o hacer.

Él me sonrió con compasión y volvió a hablar.

—Voy a organizar un baile con las jóvenes casamenteras del reino. Sé que no es mucho, pero al menos podrás escoger a una que te guste.

Eso no me consolaba del todo, aunque era mejor que nada.

—Está bien. —Asentí con la cabeza y salí del despacho del Rey, perdiéndome a través de los sinuosos pasillos del palacio, hasta que llegué al gran patio.

El aire fuera del despacho se sentía menos denso, pero igual de pesado y el calor sofocante de los jardines no venía del sol, sino de la carga que mi padre acababa de poner sobre mis hombros.

Necesitaba despejar mi mente después de esta absurda noticia y sabía exactamente quién podría ayudarme con ello.

El campo de entrenamiento de soldados era un recinto separado del palacio, pero que se ubicaba en el mismo terreno. Las armaduras de metal destellaban con los rayos del sol y el sonido del acero de las espadas rechinaba en todo el campo.

Solía pasar casi todo el día en ese lugar cuando era más joven. El Capitán Thalior me enseñaba el arte de la espada y la lucha, para cuando necesitara defender a mi pueblo, decía.

Para mí era divertido escaquearme de mis deberes reales y aprender a combatir, pero la mayoría de los soldados tenían miedo de practicar conmigo porque no querían dañarme.

Si me hacían un solo rasguño, quién sabe lo que mi padre y el Capitán les hubieran hecho.

Pero mi suerte cambió hace unos cinco años, cuando Rowen llegó al castillo. Era un chiquillo cuando nos conocimos, aunque me llevaba dos años de ventaja. Debido a que yo siempre me escondía a través de los infinitos pasillos del palacio y nunca estaba cuando mi padre lo requería, lo asignaron como mi guardia personal.

Al principio me molesté. ¿Quién tiene un escolta con dieciséis años? Era más como un niñero que otra cosa. Pensé que sería insoportable, pero Rowen me demostró ser más que un simple lacayo del Rey de Kalendor.

Se volvió mi mejor amigo y mi cómplice, me acompañaba en todas mis locuras y hasta mentía por mí. Por eso, estaba seguro de que podía confiar en él sin ningún miedo.

—No voy a salir contigo al pueblo, Evander —dijo cuando le comenté acerca de mi plan de huir del castillo por un par de horas. Tenía una espada en la mano y practicaba lanzándole ataques calculados a un palo que estaba fijado al suelo.

Me detuve a unos metros, observándolo. El sol se reflejaba en el filo de su espada y, por un instante, me pareció ver en él todo lo que yo no era: libre, decidido, sin una corona que lo atara.

—¡Vamos, no seas así! —exclamé. Había olvidado que de vez en cuando le entraban ganas de querer ser “correcto” y se la pasaba diciéndome que no rompiera las reglas. Bueno, era normal teniendo en cuenta que ahora era teniente.

Rowen suspiró y bajó la espada.

—Lo digo en serio, no es buena idea. —Se echó un mechón de cabello rubio hacia atrás y me miró a los ojos con seriedad—. ¿Recuerdas la última vez que te escapaste? El Rey por poco y me mata y a ti también. Después de que te negaras a su petición, debe estar de pésimo humor.

Los otros soldados que entrenaban en el campo estaban lo suficientemente lejos como para no escuchar nuestra conversación, pero aun así intenté ser prudente.

—Mi padre no tiene por qué enterarse —susurré—. Solamente será un rato, volveremos antes de que se ponga el sol. Él no me buscará hasta que no tenga organizado su estúpido baile.

Rowen dejó salir una carcajada disimulada. No sabía si se estaba burlando de mi desgracia o si mis palabras le causaban gracia, porque no se suponía que un príncipe hablara de esa manera.

—Muy bien —finalmente cedió—. Pero júrame que volveremos temprano y que no me meterás en un lío.




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