De Hadas y Zapatos de Cristal

Cuatro

Elira

No sabía a dónde había ido Córax, pero tenía que entrar en esa casa lo antes posible. Lo de encogerme era la mejor opción, aunque casi nunca me salía bien. La última vez me quedé diminuta durante tres días y todos se burlaron de mí.

—Muy bien, Elira. Hay que hacerlo.

Cerré mis ojos y aspiré hondo hasta llenarme los pulmones. Me había escondido detrás de un muro alto al costado de la mansión, esperando que nadie me viera después de que Ashara entrara. Dejé caer mi capa al suelo y saqué mi varita mágica; no me molesté en mirar la estrella de la punta, estaba más concentrada en recitar bien el hechizo.

—Uno, dos, tres... hazme pequeña otra vez.

Agité la varita en círculos sobre mi cabeza. Sentí las motitas brillantes cayendo encima de mí mientras apretaba los párpados.

No me gustaba encogerme porque siempre sentía como que algo me jalara; como si una mano enorme me atrapara entre sus dedos y me apretara hasta dejarme convertida en una versión miniatura de mí misma.

—Espero no tener que hacer esto en mucho tiempo —dije en voz baja, elevándome hasta la cornisa de la ventana que estaba justo arriba de mí.

Por suerte, cuando estaba así de chiquita podía volar mucho mejor.

Adentro la mansión era más apagada y lúgubre de lo que imaginé. Por fuera parecía una construcción muy lujosa, pero adentro había mucho polvo y casi nada de iluminación. Si Lady Dandelia lo viera, le daría un síncope mágico. Ella odiaba el polvo porque se le acumulaba en las alas.

—¿Córax? —llamé a mi familiar, pero no obtuve respuesta.

Revoloteé a través de los largos pasillos. Ahora que era diminuta, todo parecía diez veces más grande.

—¿Tú eres una mosca? —Escuché una vocecita chillona justo detrás de mí y, cuando me di la vuelta, vi a una rata gigantesca mirándome con sus ojos negros y redondos, igualitos a los del Spriggan que custodiaba el portal mágico.

Pegué un grito tan alto que pensé que toda la casa me escucharía, pero no pasó nada. Me caí de trasero detrás de un mueble muy pesado, a un lado de la rata, que se acercó un poco más.

—¿Estás bien, señorita mosca? —Parpadeó y sus ojos brillaron como dos bolitas de cristal.

—¡No soy una mosca, soy un hada! —exclamé ofendida.

Otra razón por la que no me gustaba encogerme era, precisamente, porque cuando lo hacía, los animales pequeños se fijaban en mí y hasta me hablaban. Eso siempre me tomaba por sorpresa.

No era como si ellos pudieran hablar con cualquiera, solo podían hacerlo con seres mágicos como yo o Córax. Los humanos comunes y corrientes jamás podrían entender a una pequeña rata.

—¿Qué es un hada? —cuestionó la —en ese momento— grandulona, ladeando su cabecita peluda.

Solté un suspiro y me levanté. Me sacudí el vestido lleno de polvo y, por suerte, mis alas estaban tan limpias como antes, así que pude emprender vuelo una vez más.

—Eso no importa —respondí—. Dime, ¿por casualidad has visto a un cuervo muy altanero y respondón?

La rata volvió a mirarme como si yo le hablara en élfico.

—¿Qué es un cuervo?

—Ay, ¡pues un ave negra! —exclamé, un poco exasperada—. ¿Conoces a Ashara? Tengo que verla. Tú vives en esta mansión, ¿no es así? Debes saber algo de los humanos de aquí.

Mi nuevo y peludo amigo agitó sus bigotitos mientras movía la nariz como si olfateara algo y, al instante, asintió.

—¡Claro que la conozco! —contestó emocionado, o emocionada, no sé—. Ashara es la humana más buena que ha existido. Ella nos cuida a mis hermanos y a mí. Nos da comida y nos esconde cuando su madrastra y sus hermanastras aparecen. Ellas son muy malas: siempre le gritan y la hacen llorar.

Mi corazón se llenó de pesar. Así que era verdad: esas mujeres eran horribles y abusaban de Ashara, mi pobre ahijada... Tal vez yo no podía cambiar su destino cumpliendo un deseo de categoría verde, pero al menos podría hacerla feliz por un momento.

Con eso me bastaba por ahora. Aunque me gustaría hacer mucho más.

—¿Sabes dónde está Ashara ahora? Necesito verla —dije, con la esperanza de ahorrarme la búsqueda por mi cuenta; pues seguro aquella rata conocía cada rincón de la mansión.

—Debe estar en su habitación, donde siempre llora. Sígueme —me respondió y se dio la vuelta para empezar a correr a una velocidad que me sorprendió.

La seguí volando lo más rápido que pude.

Descendimos por unas escaleras gigantescas hacia lo que parecía ser un sótano. Era un área todavía más oscura y descuidada. Cuando llegamos, vimos a Ashara limpiando el piso con un trapo.

Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras hablaba sola, en voz alta.

—¿Por qué tenían que destrozar el vestido de mi madre? No es justo... después de todo lo que me esforcé en arreglarlo —decía, parando su quehacer de vez en cuando para secarse los ojos con el dorso de la mano.

La ratita tenía razón: parece que ella siempre venía a llorar aquí. Antes, cuando la humillaron en la entrada, ni siquiera se quejó.

—Pobre Ashara, esa niña siempre está sufriendo. Desde que su padre falleció, no ha tenido un día de paz.

La voz que había hablado le pertenecía a otra rata, mucho más grande y vieja que la primera, que aún parecía ser una niña.

—¡Abuela! —exclamó la ratita menor—. Mira, me he encontrado con una señorita mosca.

Fruncí el ceño. Ya le había explicado que no soy una mosca, pero supuse que para un animalito como ese no era fácil entender la diferencia.

—¿Eres un hada madrina? ¿Has venido para ayudarla? Por favor, cumple su deseo —me dijo la rata abuela. Me quedé anonadada... ¿cómo era posible que ella supiera lo que éramos las hadas?

—¿Cómo es que usted...?

No alcancé a terminar mi pregunta cuando escuché el graznido de Córax cerca. Había una pequeña ventana que daba justo al suelo de afuera y ahí lo vi asomando la cabeza. Ashara también lo vio y se sobresaltó.




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