De la tierra, se alzaron (un cuento oscuro, #0.1)

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Correr por la arena es una tarea difícil en condiciones normales. Si a eso se le suman unas plantas de los pies con cortes, un cuerpo que apenas ha comido nada en días y del que han abusado durante más tiempo todavía, esto se vuelve prácticamente imposible. Sin embargo, pocos alicientes hay que sean más fuertes que el miedo a morir.

La joven sidhe había conseguido llegar al norte del territorio del Fuego y la Arena sin que la cogieran, donde el suelo ya no cedía bajo sus pisadas y los matorrales bajos y espinosos habían dado paso a árboles más robustos y frondosos. No tardaría en llegar a Tierra de Nadie, pero eso no significaba que sus perseguidores fueran a cejar en su caza.

La sidhe no tenía nada de especial; solo era una esclava más de las muchas que vivían bajo el suelo de las Casas de los Hijos Predilectos fae. Solo una esclava. Para los otros feéricos mayores, ni ella ni el resto de los de su especie eran mejores que los animales que traían del mundo de arriba, tanto para entretenerse como para trabajar; eran exactamente lo mismo. No, en algunos casos, ni siquiera lo mismo. Ella había visto a algunos fae tratar con más mimo y cuidado a las bestias grandes y elegantes traídas del mundo mortal, a las que llamaban caballos, que a cualquiera de los esclavos que vivían en sus tierras. La sidhe que corría escapando de su dueño no había sido tratada nunca con tanto esmero, aunque este se hubiera encaprichado de ella como lo hacía con aquellos animales.

Tras un día y medio escapando, el cuerpo maltratado de la joven comenzó a fallar. Tropezaba continuamente, el dolor de las piedras clavadas en sus pies era algo que ya no podía seguir ignorando durante mucho más tiempo, igual que el hecho de que llevaba sin comer más de dos días. Su sangre era la de una inmortal, sí, pero sin haber realizado la Turas Mara, el extraño viaje a la muerte que le concedía la posibilidad de una vida eterna a los que eran como ella, aquel cuerpo desfallecería cuando menos se lo esperase.

La sidhe aminoró un poco la marcha y miró por encima de su escuálido hombro. El paraje de hierba corta y árboles bajos de corteza gruesa, salpicados aquí y allá, parecía estar desierto. No vio a nadie tras ella, pero eso no quería decir que estuvieran lejos. Si se detenía, su cuerpo no sería capaz de volver a ponerse en marcha. Apretó los dientes y continuó moviéndose todo lo rápido que podía.

La tierra se volvió más húmeda y se cubrió de hierba verde, más alta y exuberante. El paisaje cambió por completo. Un bosque espeso y oscuro como una boca llena de dientes marrones y podridos la recibió en su interior horas después. No había nada que señalizase el límite entre Tierra de Nadie y los territorios de las Casas de los fae, pero ella supo perfectamente cuando llegó. La magia salvaje de aquella tierra le golpeó la nariz, llenó sus pulmones y su sangre con su poder especiado y agreste. Aquel encantamiento libre y puro fue como un soplo de aire fresco para su cuerpo. La magia que emanaban los feéricos libres, los que no estaban atados a ninguna ley más que las de comer o ser comido, era antigua y pesada, la invitaba a detenerse, a bañarse en ella, abandonarse en su esencia… Y eso fue lo que la joven hizo, a pesar de que su juicio le decía que era de la peor decisión que podía tomar.

Al pararse bruscamente, tropezó y cayó de rodillas sobre un charco de barro que olía a algo más que a tierra empapada. Hizo una mueca de desagradado, pero aquel era el menor de sus problemas ahora.

Miró a su alrededor. Nunca había estado allí antes. Había pasado toda su corta vida en  los territorios que quedaban al sur del continente, esclava de dos Hijos Predilectos de distinto nombre y con poderes diferentes, pero las experiencias en una Casa y en la otra habían sido las mismas, junto con su familia. Su familia, que se había quedado atrás, mientras ella huía como una…

Agitó la cabeza para apartar esos pensamientos, un gesto que la mareó y estuvo a punto de hacerla caer de nuevo. Pensaría en ellos más tarde, en cómo podría ayudarlos. Ahora, tenía que pensar en sí misma.

Había escuchado muchas historias sobre las tierras que se extendían por la parte central del continente, aquellas que habían quedado reservadas para los inmortales que se negaban a rendir pleitesía a los vanidosos y crueles Hijos Predilectos, los fae que habían sido bendecidos por los dioses y después habían ganando la Gran Guerra Inmortal. Aquel enfrentamiento cruento y salvaje había durado varios siglos y había finalizado mucho tiempo atrás, condenando a la joven sidhe y a los suyos a la vida que llevaban ahora. Siervos subyugados sin derecho siquiera a caminar por la tierra de su mundo igual que hacía el resto. Para los sidhe, solo había galerías bajo la superficie, escasamente iluminadas por el tenue resplandor que desprendían las velas de cera hasta que estas se consumían; nada de piedras de luz alimentadas por el contacto, los fae consideraban que ni siquiera se merecían eso.

A pesar de la daga que llevaba en la mano y que agarraba con tanta fuerza que hacía que los dedos le doliesen y que las gemas de diferentes colores quedasen grabadas en su piel, ella sabía que no tenía ninguna oportunidad contra los inmortales de aquel lugar, por mucho que los llamasen menores. No tenían los poderes de los fae ni tampoco los de los sidhe si estos llegaban a alcanzar la inmortalidad completa, ni tampoco solían usar sus armas sofisticadas hechas de hierro y acero, pero tenían garras afiladas, dientes preparados para desgarrar, y lo más importante; un gusto por la sangre y la muerte que no escondían detrás de apariencias refinadas.



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En el texto hay: faes, faery, mitologiacelta

Editado: 21.12.2021

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