De - Lirios

DE - LIRIOS

GARDEL, Carlos. «Volver». Tangos Cantados Por Carlos Gardel. RCA Records. 1962.

 

Los recuerdos de la infancia no tienen orden ni final.

Dylan Thomas

Hasta aquí alcanzo a percibir ese atomizante aroma, la frescura que despierta la lejanía, el olor de tus depravaciones. Esos encantos de aquellos primeros amores y de ciertos lugares donde mis recuerdos se hallan cobijados bajo la frazada de lo gratamente vivido. No me interesa recorrer tantos kilómetros, el objetivo siempre será presenciar tus visitas llenas de añoranza, belleza y liliáceas adornantes de agradable esencia.

Este sueño nostálgico podría llegar a ser perfecto de no ser por mi soledad. Me veo reflejado en mis antepasados, en mis padres, en mis ídolos, en mis amigos, en mis tantos devaneos y en los sitios en los que he estado. Una sensación de vitalidad experimenta mi ser. Siento que, en verdad, vale la pena conducir por entre tantas curvas para poder llegar a ese viejo pueblo cuya imagen aún conservo intacta en mi memoria desde la última vez que lo visité. Eso fue hace décadas, en los tiempos en los que acostumbraba llevar mi cámara Polaroid a todas partes. La instantánea que le tomé a la plaza se deterioró más rápido que mis recuerdos.

Dicen por ahí que nosotros, los ancianos, acostumbramos a olvidar las cosas mientras las arrugas atacan a nuestros cuerpos. Pues todas esas son falsedades. A quienes tenemos pliegues en el rostro, nos encanta ignorar lo que no nos interesa y evitamos también caer en una tentativa de vanidad. Es fascinante ver como la carretera pavimentada se convierte en una trocha casi intransitable y eterna, en la que ya no circulan automóviles lujosos o buses repletos de turistas, sino volquetas destartaladas cargadas de carbón y uno que otro mayoral que, con su ganado, anda al lado del camino.

El sol comienza a hacer su tarea con su incesante brillo y los prados que decoran la entrada de Santa Esperanza van adquiriendo sus llamativos colores. Todo un florido terreno en el que Dios, cuando nadie lo ve, posa sus pies allí, en la más cómoda y bella alfombra natural que existe en la tierra. Me alegra saber que el pueblo cambia su actual forma solo para recibirme.

Paso frente al altar de escalones blancos donde hay una estatua de la Santísima Virgen María. Me es difícil ignorarla. Persignarme es mi única opción. Ella, con su custodia de ángeles y coronas e innegable pureza omnipotente, se toma un momento de misericordia para saludar a este vetusto individuo. Un excelso augurio de prosperidad acompañado por «Radio Nacional» que, a través del pasacintas y un deteriorado parlante, permite un deleite auditivo de jazz por cortesía de Duke Ellington.[1]

El campero Willis color beis, de carpa oscura y «mataburros» negro en el que voy a bordo, amenaza con vararse. Me temo que no aguantará la subida. Los carros clásicos al igual que las fotos instantáneas y las personas, tarde o temprano tienen que caducar. En este caso, todavía no es su turno. Pese a sus quejidos mecánicos, logramos llegar. Cuando fui a bendecir este «Chéchere» ese dieciséis de julio, prometió, al son del licor y la gasolina, nunca dejar a la deriva a sus pasajeros. Todos en el pueblo reconocen este vehículo. Al doblar la esquina, toco la bocina con insistencia para anunciar mi llegada. Los paisanos mineros salen de las tiendas bebiendo cerveza Clausen y los demás vecinos hacen chiflidos y arengas, todo en señal de fraterno recibimiento a sus ilustres visitantes. Me refiero al «Chéchere» y a mí.

¿Saben? Eso me hace acordar de una tonta, pequeña y curiosa historia, de esas que solo se ven en nuestra idiosincrasia. Hubo una época, en este país, en la que los jóvenes provenientes de las zonas rurales del altiplano se enlistaban en el «glorioso» ejército nacional, a razón de las pocas oportunidades laborales que surgían. Esta institución generaba mucho miedo por sus implicaciones nefastas y violentas que iban desde malos tratos hasta sueldos paupérrimos. En el caso del Tío Alberto[2], cuando holgazaneaba en algún parque de Villa Puma, una batida lo sorprendió y no tuvo escapatoria. Así como reclutaban en las calles, similar a cuando buscan caninos por doquier para llevarlos a las perreras, también existía una pequeña posibilidad de salvarse de ese martirio si es que el individuo fue llevado a la fuerza.

La siguiente es una prueba para demostrar que los tiempos se congelan para favorecer a unos pocos. Pues bien, la salvación siempre ha estado al alcance de todo aquel que cuente con una buena «palanca» y un considerable número de tamales destinados al militar de más alto rango. Por infortunio, este no fue uno de esos casos en el que se hubiera podido llegar a un feliz término.

El Tío Alberto tuvo que ser reservista. Fue a decenas de combates e hirió a muchos rebeldes. Obtuvo medallas al mérito y reconocimientos de sus superiores. Estuvo más de un año y medio alejado de Santa Esperanza. Hay una extraña sensación de afectividad que produce este poblado. Cuando en los recuerdos se dibujan sus calles de piedra y casonas con lirios rojos colgando en los balcones, las lágrimas brotan por montón y la nostalgia se agiganta.

Señorita Dulzura, ¿viajarías otra vez conmigo? El Tío Alberto estaba feliz porque por fin podía efectuar su descanso. Durante la licencia no le interesaba recorrer tantos kilómetros, el objetivo siempre era presenciar tus visitas llenas de añoranza, belleza y liliáceas adornantes de agradable esencia.



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En el texto hay: humor, romance aventura, cuento

Editado: 24.02.2018

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