De pequeños y grandes problemas

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Capítulo uno: Mi forma de ahogarme en la nieve, y lo cruel del destino.

 

Luis:

 

Papá y mamá discutían en una esquina de la sala.

 

La tía Sara cambiaba constantemente de emisora, poniéndome de los nervios.

 

Y yo no podía salir aún de ese infinito mar de pensamientos enredados que inundaba mi cabeza. Habían mejores inicios para una historia que ese, lo sabía, pero era mi triste realidad justo en aquel momento, a las diez y cuarenta y dos de la noche, con el cielo encapotado y un ambiente pesado en la casa que en su habitualidad siempre estaba tranquila, pero con la presencia de mis demás familiares, toda paz existente en este lugar ya había desaparecido como una de las ráfagas frías que atestaban en el patio de la casa. Deseaba con toda mi alma poder ser parte de esa fuerte brisa y salir volando de aquí cómo alma que lleva el diablo.

 

Tenía demasiadas ganas de irme a la mierda.

 

Ya no soportaba estar ahí. ¡Ya había aguantado como dos horas! ¿a qué se debe esta tortura? ¿cuánto tarda en cocerse un cerdo, por Dios? Lo único que quería hacer ahora era cenar algo, ir a mi cuarto, escuchar música y deprimirme como es debido, quizás leer algo luego. ¿Es mucho pedir, Dios?

 

"¡Crash!"

 

Un rayo cayó luego de ese pensamiento. Al parecer sí era mucho pedir. Gracias, Dios, por eso no creo en ti.

 

¿Eso no es algo contradictorio?

 

Solté el aire de mi pecho como por centésima vez en lo que estaba ahí. Y con pereza me levanté de mi lugar.

 

Arrastraba los pies por el suelo, en parte por flojera de levantarlos y en parte por costumbre, que se me había quedado por las tantas veces que de pequeño mamá me regañaba por caminar así, claro, incentivandome a hacerlo aún más y de ahí quedando en una mala costumbre. Me acerqué a la tía y sutilmente la empujé lejos de la radio antes de conectar yo mismo mi teléfono a esta y poner mi playlist de favoritos en aleatorio.

 

Fuck you. And you. And youuuu!

 

Oh, miren. Se la dedico a todos los presentes en esta casa.

 

Agradecía que mis padres no supieran inglés, y mis tíos parecían tampoco enterarse de mucho; solían ser muy pesados con las palabrotas. Sonreí un poco, algo más alegre ante la presencia de música de mi agrado. Aunque ni tanto, no era una de mis favoritas, así que supuse que Lucas la había agregado sin mi permiso. Tal y como con las otras ciento sesenta y seis músicas más en aquella playlist, todas bastante agradables para mis variados gustos.

 

Pero pensé que seguramente solo me gustaban porque las había puesto él.

 

También pensé que debería evitar más pensar en él.

 

Pensé que pensaba demasiado en eso.

 

Y es que mi mente era confusa. Pues mientras menos deseaba pensar en algo, ese algo se adhería como una peste a mí, se convertía en una bola de nieve, que va rodando con lentitud por una nevada montaña y se iba haciendo más y más y más grande.

 

Hasta que la bola me aplastaba. Y ahí moría ese pensamiento.

 

Porque nuestro peor enemigo era nuestra mente, y si a eso le sumamos el estar enamorado.

 

Y la pubertad.

 

La fatídica pubertad no hacía más que echarle sal a la herida. Hormonas por aquí, hormonas por allá. ¡Cualquier cosa es posible en esta etapa de mi vida! Y a pesar de que la adolescencia no me estuviese golpeando tan mal como a otros, se sentía. Culpaba a ella del revoloteo repugnante que sentía cada que miraba a mi mejor amigo, culpaba a ella de mi necesidad de confiar en alguien y recibir aceptación constante. La culpaba por mi supuesta homosexualidad y literal, por cada mierda que me pasa a esta edad.

 

Pensé que quizá también aquello no era del todo acertado, pero ¿cómo podría yo saber eso?

 

Me dí cuenta de que me liaba por nada.

 

Odié mi mente por hacer que la bola de nieve me asfixie nuevamente. No soportaba perderme en mis pensamientos y lo peor es que pasaba con una frecuencia que me ponía de los nervios. Odiaba sentirme tan perdido. Creí que me odié a mí mismo también.

 

¿No estás siendo algo melodramático?

 

Tal vez.

 

Aunque ya hace rato intento dejar de cuestionarme la mayoría de las cosas. Porque no obtener respuestas me hacía sentir vulnerable.

 

Oí la habladuría subir de tono de repente, luego disminuir, y finalmente dejar como restantes a sólo dos personas de las once presentes gritando sin ningún pudor o temor a que los demás oigan su discusión. Por supuesto, y como era de esperarse ya, eran papá y mamá.

 

—¿En serio esperas que el muchacho sea... Eso? Es sucio, por Dios —oí a papá, esta vez murmuró pero no le sirvió de nada pues la sala había quedado en un silencio intenso del cual ellos no eran ni participes ni conscientes —¿Qué piensas solucionar? ¿Crees que el psicólogo va a "curar" su enfermedad? ¿Es eso?

 

Mi mandíbula se aflojó por completo y arqueé mis cejas mientras oía cada cosa que decía. Me tenía que marchar de allí si no quería tener problemas para dormir en la noche, sabía eso pero aún así en un acto completamente masoquista, me quedé allí.

 

Quise, por un momento, aparentar que me era indiferente todo. Desde mi papá llamándome enfermo, hasta las miradas curiosas de mis demás familiares queriendo comprender mejor el problema, mirándome con insistencia en busca de ver si reacciono, ignoré aquel tic que tenía de arañar mi brazo, ignoré que me estaba enrojeciendo la piel, ignoré que mi labio podría sangrar si lo mordía tan fuerte y seguí escuchando.

 

—¡Callate! ¿Crees que diciendo eso mejoras las cosas? Soy la única que ha intentado hacer algo por sacar a esta familia de la mierda, no haces nada, ni siquiera quieres darle una oportunidad a tu hijo, estás siendo muy duro.



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En el texto hay: novelajuvenil, romance, lgbt

Editado: 17.06.2020

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