Rubén levantó la mirada de su vaso de café cuando escuchó abrirse la puerta de la habitación de Álvaro. Aunque no se habían hablado en toda la noche, era evidente que ninguno de los dos pudo conciliar el sueño demasiado, más porque los lloros de Camilo no dejaron de escucharse.
— ¿Quieres un café? — Le ofreció Rubén.
— No tengo tiempo. — Dijo Álvaro, caminando directamente hacia la puerta del piso.
— Álvaro.
Rubén lo siguió hacia la puerta y Álvaro lo miró.
— Comeré. Ahora tengo que irme a trabajar.
— Pediré salir antes e iré a esperarte al metro.
— No es necesario. Ya has faltado mucho. — Se negó Álvaro. — Me voy.
Álvaro salió rápido del piso y bajó por las escaleras, deteniéndose a mirar la puerta del piso de Fernando. Camilo había dejado de llorar solo una hora atrás. Debía sentirse solo, debía sentir que ellos lo habían abandonado. Álvaro caminó decidido hasta la puerta y la golpeó con los nudillos. Una mujer más joven que su madre, pero que no se parecía en nada a los anteriores ligues de Fernando, fue quien le abrió la puerta.
— ¿Sí? — Le preguntó la mujer.
Álvaro echó un vistazo dentro y finalmente le habló a la mujer.
— ¿Está Fernando?
— No. El señor Fernando hace rato que ha salido.
— ¿Y Camilo? Verá, soy el vecino de arriba y he estado al cuidado de Camilo hasta ayer... ¿Me deja pasar a verlo?
— Lo siento. — La mujer entrecerró la puerta con desconfianza. — El señor Fernando no ha dejado dicho qué alguien pueda ver a su hijo.
Álvaro suspiró.
— Puede cuidar bien de él, ¿por favor?
— Para eso estoy aquí contratada por el señor Fernando. — Asintió la mujer.
Álvaro se marchó hacia las escaleras y se paró al ver a Rubén con un paraguas en la mano.
— Está lloviendo. — Le dijo Rubén, ofreciéndole el paraguas.
— Gracias. — Álvaro lo agarró y bajó la mirada al paraguas. — Quería verlo, pero no me ha dejado pasar.
Rubén se acercó dándole un abrazo y frotándole la espalda.
— Yo estoy aquí. Estoy pasando por lo mismo que tú…
— No resisto el no verlo. — Álvaro sollozó agarrándose a Rubén. — Para él lo hemos abandonado.
Rubén guardó silencio. Él pensaba y se mortificaba exactamente por lo mismo.
Los siguientes días no fueron muy diferentes, pasaban el día y las tardes en sus respectivos trabajos y las noches escuchando a Camilo llorar en el piso de abajo. No sabían si lloraba por echarlos de menos o por tener una dolencia, pero de igual forma se sentían mal por no poder hacer nada para consolarlo.
— Álvaro.
Álvaro levantó la cabeza del ordenador de su mesa del trabajo cuando oyó su nombre en boca de Gina Rodríguez, su compañera en la inmobiliaria.
— Dime. — La atendió Álvaro y observó las hojas de cálculo que Gina dejó en su mesa. Nada más mirar, vio el fallo que cometió y se disculpó. — Lo siento. Volveré a hacerlo. — Le dijo y Gina sonrió.
— No te alarmes, todos cometemos fallos. — Le respondió Gina, tocando su hombro.
Álvaro asintió y agarró las hojas, mirando su ordenador para abrir una nueva pestaña y trabajar en ello.
— Al principio los errores se entienden y se perdonan... — Comentó a su lado un chico joven como él que trabajaba en su ordenador.
Álvaro lo miró.
— ¿Cuánto hace que trabajas aquí, Jorge? — Le preguntó Álvaro.
— Hará un año en diciembre. — Contestó Jorge y le devolvió la mirada. — Las primeras tres o cuatro semanas cometí muchos fallos, ya sea por inexperiencia, nervios o desconocimiento. ¿Qué te pasa a ti?
Álvaro observó las hojas en su mano. Su error solo era un descuido por tener la cabeza en Camilo y no en el trabajo.
— Solo no estoy muy concentrado.
El día se hizo largo y duro para Álvaro, tenía dolor de cabeza por no dormir y no parar de pensar. Se preguntaba constantemente si Camilo estaría bien, si habría comido, si le habían cambiado el pañal a tiempo para no irritar su piel. Si lo echaba de menos… Sin duda era esa la pregunta que más se hacía y más le dolía.
Al salir de la estación del metro, Rubén estaba esperándolo en un banco de la calle y caminó hasta él.
— ¿Le has pedido salir antes a Quero? — Le preguntó Álvaro.
Rubén se levantó y se puso de frente con él.
— Me ha visto distraído y me ha dicho que me vaya a casa. — Contestó Rubén.
— Entonces tenías que haberte ido a casa a descansar.
Álvaro empezó a caminar y Rubén se acopló a su lado.
— ¿Qué tal tu día?
— Regular. He cometido varios fallos en la oficina y con los clientes. — Lo miró y confesó. — Solo podía pensar en Camilo.
— Yo igual.
— Tendría que estar feliz de no tener esa carga, poder irme a dormir a tiempo y no preocuparme de llevar o recoger a Camilo de casa de tu madre. No más pañales sucios, ni biberones…
— Me gustaba todo eso. — Habló Rubén, atreviéndose a sonreír y Álvaro también sonrió.
— A mí también.
Rubén le puso una mano en la cabeza.
— Vamos a comprar unas cervezas.
— No quiero beber, quiero dormir.
— ¡Vamos! — Insistió Rubén. — No podré dormir si no bebo al menos una lata.
— De acuerdo. — Dijo Álvaro, quitando la mano de Rubén de su cabeza. — Tú las pagas.
— No hay problema.
Esa noche en particular, Álvaro se metió en la cama con los cascos puestos y con la música a un volumen que le permitiera dormir, pero que le impidiera también escuchar los lloros de Camilo.
— ¿Qué haces? — Le preguntó Rubén, desde la puerta y con el cepillo de dientes en la boca.
— Si lo sigo escuchando llorar voy a bajar y echar la puerta abajo. — Contestó Álvaro, que se quitó los cascos para hablar con él. — Es increíble que no sepan calmar a un bebé y lo tengan llorando sin más.
— Puede que lo estén intentando.