De serendipias y café amargo

Prólogo

Conocí a Benedict cuando tenía cinco años.

Yo era una niña adorable, pálida y escurridiza, tenía un largo cabello rubio cobrizo que era mi orgullo y la mala costumbre de caerme apenas pisaba tierra. Todos me conocían como "Illía Cometierra", "Illía Rodillasrojas" o "Illía Carasucia", el terror de toda madre. Vivía en un pueblo pequeño aislado de las grandes ciudades, a la orilla de un río de cauce suave hecho para niños traviesos y entre infinitas colinas verdes que se extendían más allá de lo que mi imaginación lograba entender. Al ser un pueblo pequeño, todo el mundo se conocía y eso era tanto una bendición, como una maldición. Era peligroso hacer cosas en Aberfeldy, pues tarde o temprano era conocido por todos. Como, por ejemplo, mis amigos siempre se reían de la famosa tradición de mi familia paterna que nos obligaba a tener tres nombres. Cabe destacar que no era algo que yo les dijera, sino que los padres solían comentárselos a sus propios hijos cuando nos veían pasar a mis hermanos o a mí; al final, todos nuestros compañeros lo sabían. Valeriane, mi mejor amiga, solía decir que fue ideado por alguna madre con ganas de tener otro nombre que gritar a la hora de regañar. Tomando en cuenta la asquerosa suerte de los Holmes y su mal carácter, era bastante probable.

Mi madre solía repetir, como un mantra: «Pueblo chico, infierno grande». Siempre pensamos que quién más penurias le haría pasar a la dulce mujer, en base a esa idea, sería mi atarantado hermano mayor, Lorcan Asher Jackson Holmes. Seis años mayor que yo, alto y desgarbado con una mata de pelo castaño rojizo y unos ojos verdes que parecían haber robado el color a los montes tras nuestra casa, así de vivos son. Tenía un carácter rebelde que no retrocedía ante nada. Aún con esto, lamentablemente fui yo quién le trajo una mayor decepción a mi madre.

Ahora, en Glasgow, Val me mira con un dolor que me parte el alma en dos.

—Eres tú, Lía —suelta con la voz rota. Sus ojos oscuros recorren mi rostro como si jamás me hubiera visto, destilando tanta pena que no puedo seguir viéndolos. Creo que su desazón aumenta cuando desvío la mirada—. ¿Cómo pudiste hacer... hacerme esto? Confiaba en ti con mi vida, Illía.

La luz de la luna se cuela por la ventana de mi apartamento. Le da a la sencilla decoración un tono melancólico que parece adecuarse a nuestro ánimo. Su figura tan familiar parece ajena, como si no perteneciera a este lugar que tantas veces nos acogió antes, que es un refugio cuando todo lo demás se derrumba. Ella misma tiene una postura a la defensiva, sus brazos cruzados me mantienen lejos y la melena oscura enmarca su rostro surcado por las lágrimas. Si no la conociera como lo hago, no distinguiría el ligero temblor que la recorre, conteniendo sus emociones como un dique. Si no la conociera como lo hago, diría que no quiere verse débil frente a mí, lo que me es irrisorio porque siempre hemos sido la contención de la otra. Pero, ¿la conozco? ¿conozco realmente a esta Valeriane que me mira con la traición dibujada en sus facciones? Allí donde siempre vi comprensión, me espera ahora el rechazo. No merezco su perdón.

—Nunca quise que nada pasara, Val, lo sabes, me conoces —respondo con la voz entrecortada, tartamudeando un poco. Si no fuera la situación, ella se burlaría de mi temblor y yo me sonrojaría, tras lo que repetiría lo mismo hasta que me saliera fluido. Pero ahora no tengo nada sino una ceja arqueada con impaciencia—, te amo, ¿cómo querría hacerte daño? Y-yo solo perdí el control. De la situación, nunca pensé que esto pasaría, te lo juro, Val.

La veo tambalear, más visible ahora. La duda se asoma en sus ojos, pero rápido la esconde bajo una capa de fría rabia.

—Es mi maldito tío, Illía, ¡mi maldito tío! ¿cómo pudiste siquiera fijarte en él? —pregunta con la voz más alta, a un tono de volverse un grito. La fuerza que transmitió atraviesa el ambiente y la tensión es casi visible. Por un segundo, el aliento se me atora en la garganta—, ¡es quince años mayor que tú, joder! ¡quince jodidos años!

— ¡Lo sé, mierda! —respondo, gritando. Siempre he sido menos contenida que ella, siempre he tenido todo a flor de piel, explotando y ardiendo donde ella fluía y meditaba—. ¡Pero nunca pensé que pasaría esto! Solo... solo pasó y me odio por eso, aunque no me creas, esto nunca fue algo que tuviera en mente.

— ¡No me importa lo que tuvieras en mente, siempre fuiste buena calculando las opciones! ¡¿Por qué no ahora?! ¡Él tenía familia! —ella comienza a gritar también, descruza los brazos y gesticula con furia hacia mí. A pesar de la situación, mi corazón se rompe un poco más al oírla decir, gritar, lo que no me deja dormir por las noches—. ¡Dos hijos, Holmes! ¿Qué les dirás a ellos ahora que su padre se fue? ¿Qué no lo estabas planeando? ¡Tienes veintitrés años, eres una maldita adulta!

—Yo... lo siento, Val, no sé qué hacer para arreglar esto —ya no quedan gritos en mí. Sin querer, un sollozo escapa entre mis palabras. No tengo excusa y ella lo sabe. Ni siquiera puedo decir que no sabía, porque eso es una vil mentira—. Sé que estuvo, está mal. Lo sé, lo único que puedo decir es que yo... lo amo —lágrimas caen por mis mejillas ahora. Ella no dice nada, solo me mira. Me analiza. Reconozco su postura de psicóloga, me está analizando. A mí. Más lágrimas caen. Ahora que han empezado a caer, ya no quieren parar. El dolor que apretuja mi corazón es agobiante, las palabras salen a borbotones por mis labios—: Ni siquiera fue desde el principio, yo no quería y me negué tantas veces, tantas que no me creerías, pero al final la verdad era que lo amaba como nunca había imaginado que pudiera hacer. Me cogió por sorpresa, fue como si lentamente mi sangre se tornara en lava y que no lo hubiera visto hasta que me quemó hasta la raíz. Sabes que no mentiría, Val, sabes que ves a través de mí. Es la verdad, nunca quise hacerle daño a nadie.




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