De Trompenda hacia lo desconocido

Capitulo 13

El carro de escombros de Trompenda avanzaba con dificultad por el camino, rechinando con cada bache y emitiendo ruidos sospechosos que habrían hecho huir a cualquier mecánico sensato. Arnaldo manejaba con cuidado, mientras Pusen, sentado en el asiento trasero improvisado, jugaba a ser el copiloto más inútil del mundo.

"¡Cuidado con esa roca, piloto!" dijo Pusen, señalando un guijarro apenas visible en el suelo. "Podría ser la causa del fin de nuestro glorioso carro. Bueno, sería el fin de cualquier carro menos este. Este carro es... indestructiblemente malo."

"¡Podrías ayudar, en lugar de hacer comentarios inútiles!" replicó Arnaldo, tratando de mantener el vehículo en movimiento mientras el volante improvisado se sacudía violentamente.

"¿Ayudar? ¡Mi presencia ya es suficiente aporte! ¿Quién, si no, hará que esto sea tan entretenido?" respondió Pusen con su habitual sonrisa burlona.

A unos 30 kilómetros de distancia de Trompenda, justo cuando el carro comenzaba a dar señales alarmantes de que podía desmoronarse en cualquier momento, se toparon con un taller de mecánicos. El cartel del taller, claramente pintado a mano, decía: "Taller de Juan - Arreglamos cualquier cosa (casi)".

Arnaldo respiró aliviado. "¡Por fin algo de suerte! Tal vez puedan ayudarnos a que este carro aguante un poco más."

Entraron al taller y fueron recibidos por el propio Juan, un hombre corpulento con un bigote impresionante y una expresión de escepticismo que se amplió aún más cuando vio el vehículo.

"¿Qué demonios es eso?" preguntó Juan, señalando el carro con una mezcla de asombro y lástima.

"Es nuestro carro," respondió Pusen con entusiasmo. "Lo construimos con los escombros de nuestra aldea. Una obra de arte, ¿verdad?"

Juan se rascó la barbilla y dio unas vueltas alrededor del vehículo, examinándolo como si fuera un misterio científico. Finalmente, se detuvo frente a Arnaldo y Pusen.

"Esto no es un carro," declaró. "Esto es una basura ambulante. Si quieren que lo repare, básicamente tendría que hacerlo todo de nuevo. Les costará... muchísimo."

"¿Cuánto es 'muchísimo'?" preguntó Arnaldo con cautela.

Juan mencionó una cifra tan alta que Arnaldo casi dejó caer las llaves del carro improvisado. Pusen, por su parte, puso cara de ofendido.

"¡Eso es un robo, Juanito!" exclamó. "Nuestro carro tiene alma. ¿No ves que es un clásico?"

"No sé de qué siglo es ese clásico," respondió Juan, cruzándose de brazos, "pero si no tienen dinero, no hay trato."

Arnaldo revisó sus bolsillos, pero no encontró más que una pelusa sospechosa y un tornillo suelto. "No tenemos dinero," admitió con un suspiro.

"Entonces, no puedo ayudarles," dijo Juan, encogiéndose de hombros. "Buena suerte."

Con el corazón apesadumbrado (en el caso de Arnaldo) y comentarios sarcásticos a flor de piel (en el caso de Pusen), se marcharon en busca de otro taller. Pero, apenas habían avanzado unos kilómetros, un ruido aún más alarmante se escuchó desde el carro.

"¡Se salió una llanta!" gritó Arnaldo mientras el vehículo se inclinaba peligrosamente hacia un lado.

"¡Se nos va una rueda y con ella mi dignidad!" añadió Pusen, señalando dramáticamente la llanta que rodaba cuesta abajo como si tuviera vida propia.

Sin más opciones, tuvieron que regresar al taller de Juan, empujando el carro. La escena era tragicómica: Arnaldo, empapado en sudor, empujaba desde atrás, mientras Pusen caminaba tranquilamente a su lado, haciendo comentarios absurdos.

"¿Sabes? Esto es ejercicio, Arnaldo. Deberías agradecerme. Estoy cuidando tu salud cardiovascular," dijo Pusen, sin ofrecerse a ayudar en absoluto.

De vuelta en el taller, pidieron una llanta prestada, prometiendo que la pagarían más adelante.

"¿Pagar después?" dijo Juan, mirándolos como si le hubieran pedido que les regalara el taller completo. "No, gracias. Pero les puedo ofrecer un trato: en el pueblo cercano necesitan personal en una cafetería. Si trabajan allí, tal vez puedan pagar la reparación."

Arnaldo suspiró, agotado. "No tenemos otra opción, ¿verdad?"

"¡Siempre hay otra opción!" dijo Pusen. "Podríamos empujar el carro hasta que lleguemos al siguiente mecánico. Claro, nos tomaría unas... ¿diez vidas?"

Finalmente, aceptaron la propuesta de Juan. Dejarían el carro frente a la cafetería mientras trabajaban para ganar algo de dinero. La cafetería, ubicada en un pequeño y tranquilo pueblo, resultó ser un lugar acogedor, aunque el trabajo era agotador. Arnaldo se encargaba de servir las mesas mientras Pusen, sorprendentemente eficiente, hacía comentarios graciosos que mantenían a los clientes entretenidos.

"¿Café con leche? Claro, señor. Lo serviré con tanto amor que podría considerarse una declaración romántica," dijo Pusen a un cliente, arrancando risas de la mesa entera.

Esa noche, después de un largo día de trabajo, consiguieron un pequeño lugar donde dormir. Arnaldo se desplomó en la cama, demasiado cansado para pensar, mientras Pusen se quedó despierto, murmurando algo sobre "planes para conquistar el mundo".

Al amanecer, regresaron al lugar donde habían dejado el carro y se encontraron con una sorpresa monumental. El vehículo, que antes era una amalgama de escombros, ahora parecía salido de una fábrica. La madera era lisa y brillante, el metal relucía, y las ruedas estaban perfectamente alineadas.

"¿Qué... qué es esto?" preguntó Arnaldo, boquiabierto.

"Es nuestro carro," dijo Pusen, inspeccionándolo con una sonrisa. "Aunque debo admitir que está mucho mejor de lo que lo dejamos. Alguien aquí tiene buen gusto."

Sin cuestionar su buena fortuna, subieron al carro y se pusieron en marcha, dejando atrás el pueblo con un agradecimiento silencioso. El vehículo, ahora completamente funcional, los llevó con facilidad hacia su próximo destino: una ciudad vibrante y llena de luces.

Pero al llegar, lo primero que vieron fue un enorme cartel que mostraba el logotipo de Ruik Lekker, la marca de perfumes que había marcado la vida de Pusen. Su sonrisa desapareció momentáneamente, reemplazada por una expresión que Arnaldo no pudo descifrar.




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