El Infierno es húmedo.
Atravesábamos aquella marisma interminable como podíamos, las algas putrefactas se enganchaban a la ropa, desmenuzándose a nuestro paso y desprendiendo un hedor nauseabundo. El olor pegajoso del agua estancada era penetrante y lo impregnaba todo, por no mencionar a los pesados mosquitos que llevaban un buen rato dándose un banquete con nuestra sangre.
Aquel acuoso infierno estaba situado en los Everglades, cerca de Okeechobee. Habíamos llegado hasta allí debido a la inexplicable aparición de un buen número de reses destripadas y drenadas, resecas, como si hubieran sorbido hasta la última gota de sus fluidos corporales.
La población estaba aterrorizada y se encerraba en sus casas, convencida de que una plaga de cocodrilos asesinos era la responsable de aquella carnicería, pero si sabías dónde y a quién preguntar, la explicación resultaba más compleja e inquietante. Los más viejos del lugar contaban cosas extrañas sobre sombras húmedas e informes que, desde tiempos inmemoriales, recorrían los manglares más oscuros y recónditos; también mencionaban el incesante croar que resonaba algunas noches, como si toda la zona estuviera infestada de ranas y sapos que compusieran una fétida canción de muerte.
Las leyendas mencionaban a una divinidad primigenia con aspecto de sapo rechoncho y supurante que estaba sumido en una suerte de letargo ancestral, aguardando el día en que sus adoradores y sirvientes lo despertaran para dar rienda suelta a su obsceno y destructor apetito.
"Cazando sapos gigantes... quién me lo iba a decir", pensaba mientras procuraba moverme en silencio. Las linternas apenas daban suficiente luz y el agua parecía negra como la brea, pero sabíamos que estaban allí, delatándose por culpa de un olor aún más corrompido que el de aquella charca del demonio. El enfermizo canto de montones de sapos comenzó a retumbar en la noche, anunciando nuestra llegada... sin duda estábamos muy cerca del maldito santuario de aquel batracio primigenio.
Varios ojos hambrientos acechaban desde la orilla, ocultos entre los mortecinos nenúfares, pero traíamos plomo y fuego para cenar.