De vuelta al barro

Capítulo 2

Horadando la tierra.

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Nada ni nadie nos había advertido sobre el verdadero peligro que palpitaba en las entrañas de aquella tierra putrefacta. Lo que había empezado como una simple denuncia por parte de algunos granjeros que se quejaban de la desaparición de algunas cabezas de ganado, estaba convirtiéndose en la peor pesadilla de la policía del Condado de Nantucket, una isla situada al sur del estado de Massachussets.

Aunque era un territorio aparentemente tranquilo, las fuerzas de la ley se habían visto desbordadas; la mayoría de ganaderos clamaban justicia contra lo que consideraban un robo masivo de reses, aunque otros afirmaban que habían visto merodear por los alrededores manadas de depredadores, pero lo cierto es que por allí no había lobos ni osos. Algo no cuadraba. De todos modos, ya fueran forajidos o animales los que rondaran aquellas tierras, la cantidad de vacas desaparecidas era demasiado elevada como para que la situación tuviera una explicación lógica y normal. Y es que, además, no se había localizado rastro alguno de los pobres animales desaparecidos: ni huesos repelados ni cadáveres pudriéndose al sol... nada, absolutamente nada; por ese motivo estábamos nosotros allí, para tratar de arrojar algo de luz a aquel misterio.

Después de varias jornadas de investigación, los posibles indicios apuntaban a una zona próxima a la costa llamada el Acantilado Ululante. Lo cierto es que el nombre con el que lo habían bautizado resultaba de lo más apropiado: allí, las olas rompían con una furia salvaje y el viento se colaba a través de grutas, grietas y canales naturales, silbando una infernal y constante melodía aullante que terminaba por sacarte de quicio. Curiosamente, los prados eran verdes, casi vírgenes, quizá porque nadie en su sano juicio osaría llevar a sus rebaños a pastar por aquel lugar.

Nos aproximamos a un agujero extraordinario. Su tamaño era considerable, tanto que podríamos haber metido un par de camiones por allí sin problemas. Aunque era de día y el sol brillaba con fuerza aquella mañana, la gruta parecía engullir totalmente la luz hasta convertirla en la más oscura de las penumbras. Su negrura sobrecogía, aunque aquello no era lo peor... un eco remoto y primordial se elevaba desde sus profundidades insondables, un extraño sonido que parecía ulular "Tekeli-li, tekeli-li, tekeli-li...".

De pronto, un ligero temblor recorrió el acantilado y nos miramos tan sorprendidos como asustados; ¿y si el epicentro del temblor procedía de aquel agujero colosal?, ¿y si aquel eco demencial no era producto del viento?, ¿y si la gruta no era solamente fruto de la imparable erosión del viento y del salitre, sino el infecto cubil de una criatura maligna?

Si queríamos averiguar qué demonios sucedía, no teníamos elección. Si el Infierno nos esperaba al final de aquel descenso, entonces, nuestras almas no encontrarían jamás el descanso eterno.




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