El puerto de Innsmouth: la redada
Aquella noche nos disponíamos a acabar con la maldición que pesaba sobre la infame localidad de Innsmouth, famosa por la decadencia que carcomía cada uno de sus rincones, porque algunos caminantes solitarios terminaban por desaparecer en mitad de la noche y por aquella extraña costumbre que tenían sus habitantes de acabar lanzándose al mar para no regresar jamás. Desde que Obed Marsh había regresado de la Polinesia con riquezas y un exótico culto en las bodegas de su barco, el destino del humilde pueblo pesquero de Innsmouth cambió para siempre.
Una Luna gibosa brillaba mortecinamente en mitad de un silencio antinatural solamente roto por el hipnótico oleaje. Navegábamos por un mar oscuro que parecía extender sus aguas como tentáculos sobre el viejo y decrépito puerto de Innsmouth. Aquel era nuestro destino y hacia allí nos dirigíamos en una barcaza de mala muerte, directamente a la boca de Dagon, el abyecto dios primigenio del agua.
No, no nos habíamos vuelto locos, éramos la avanzadilla de un plan de ataque más elaborado. Por así decirlo, nos había tocado desempeñar el poco agradecido papel de "cebo", ser la carne fresca que debía llamar la atención y desviar los ojos del auténtico desembarco que se produciría desde la Isla de Plum. El gobierno, que contaría con el apoyo de la Guardia Nacional de Massachusetts, había decidido bautizar a la operación policial como La sombra sobre Innsmouth.
A escasos metros de la orilla, mientras seguíamos remando sobre un agua negra y oleosa, comprobamos que el muelle estaba extrañamente desierto. Un persistente olor a pescado descompuesto nos golpeó de repente, infectando e impregnando con su fétido aroma el aire que se respiraba en aquel maldito pueblo. Estábamos a escasos metros del amarre cuando el bote empezó a balancearse peligrosamente y, en una súbita sacudida, dos compañeros cayeron aterrorizados por la borda. Los demás mantuvimos el equilibrio como pudimos y echamos mano de las escopetas porque sabíamos que no tardarían demasiado en venir a por el resto de nosotros.
Habían mordido el anzuelo, ahora tocaba sobrevivir.
Y entonces, la maldición de la marca de Innsmouth emergió sin más: sus ojos desorbitados e inexpresivos, sus manazas palmípedas, sus branquias húmedas y palpitantes y aquella piel resplandeciente y resbaladiza. Los Profundos nos recibieron croando, hambrientos, y nosotros respondimos educadamente a su cordial bienvenida con el hermoso tronar de los cartuchos del 12.