De vuelta al barro

Capítulo 5

Las Tierras del Sueño

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Mi último recuerdo vívido era el de haber ingerido ayahuasca en aquel poblado shipibo perdido a orillas del Ucayali, el río más importante del Perú. Luego, creo, aparecieron dos sacerdotes que ya no tengo claro si eran reales o una mera alucinación provocada por el consumo de la droga.

El siguiente recuerdo borroso que me viene a la cabeza es estar inmerso en una especie de sueño ligero, sumido en una suerte de trance mientras bajo, escalón a escalón, por una curiosa y hermosa escalinata. Sin saber qué me impulsa a hacerlo, cuento los escalones y, exactamente, suman setenta. Entonces, una parte de mi mente narcotizada, pero que todavía se mantiene despierta y lúcida me advierte de algo: estoy entrando en las Tierras del Sueño.

Hacia el final de la escalera, después de atravesar una caverna presidida por una hipnótica columna en llamas, acompañado todavía por los dos sacerdotes, continúo bajando más y más peldaños hasta que veo un punto de luz al final de la caverna; parece que nos acercamos a la salida. Aún algo aturdido, atravieso el tronco de un gigantesco roble que hunde sus raíces en el centro del Bosque Encantado y, una vez allí, vuelvo a encontrarme con Björnsson, el jefe islandés de la expedición, Martinelli, un arqueólogo siciliano, y Morel, el antropólogo peruano que además ejerce de guía. Me parece que saben tan bien como yo que debemos dirigirnos a la ciudad de los Gugs.

Mi mente se va recuperando del aturdimiento inicial y un pensamiento acude a mi cabeza: nuestra misión consistía en intentar recuperar al profesor Cavan; lleva demasiado tiempo dormido y no hemos conseguido despertarlo, así que, a estas alturas, probablemente, su yo onírico permanezca acurrucado en algún rincón esperando despertar o tal vez ya lo hayan capturado los temibles Gugs.

No era mi primer viaje a las exóticas Tierras del Sueño, pero sí iba a ser la primera vez que tuviera que tirar de la argolla de hierro incrustada en la losa que abría las puertas a la escalera señalada con el signo de Koth y que permitía acceder al Mundo Subterráneo. Algo me decía que no regresaríamos todos.

Después de alcanzar el enorme círculo de megalitos ciclópeos donde descansaba la maldita losa, logramos desplazarla entre todos y comenzamos a descender echando un vistazo al paisaje que se iba extendiendo ante nosotros... lo que vimos desde la escalera no resultó nada reconfortante: unas colosales torres de piedra dominaban un abrumador horizonte silencioso y fantasmal. Sin duda alguna era un territorio inhóspito que no se había creado para ser transitado por el hombre.

No creía en los dioses, pero ahora mismo deseaba tener alguno al que encomendarme para que nos protegiera de cruzarnos con alguno de aquellos seres horribles y gigantescos que los mismísimos Grandes Dioses habían maldecido y desterrado.




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