De vuelta al barro

Capítulo 7

Hacia las Montañas de la Locura

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Sobrevolábamos el mar de Ross, concretamente el estrecho de McMurdo en el Polo Sur, con la intención de intentar aterrizar en las proximidades del Monte Erebus; allí era donde habían instalado el campamento base de nuestra expedición científica. El objetivo era acometer la ascensión del Erebus y tomar muestras de minerales, estudiar la actividad volcánica y realizar las pertinentes mediciones. La Antártida iba a ser nuestro hogar durante cuatro largos y gélidos meses; un desierto de hielo y nieve interminable, una región primordial y virgen casi ajena a la existencia y al devenir de la humanidad.

El vuelo estaba siendo tranquilo, incluso los huskies estaban bastante calmados y hacía rato que ya no ladraban o gimoteaban. El ambiente entre los miembros de la expedición era distendido y es que la ilusión de llevar a cabo una campaña científica como aquella en el continente antártico podía más que todas las penurias climatológicas que nos aguardaban.

Los motores del Douglas DC-3 rugían y petardeaban a plena potencia mientras nos adentrábamos en la Isla de Ross; la amenazadora silueta del volcán Erebus, de casi 3.800 metros de altitud, dominaba majestuosa el horizonte. Un titán de roca y lava que tomaba su nombre del oscuro dios primordial griego Érebo.

Distraído, contemplaba las imponentes vistas por una de las ventanillas del avión con una sonrisa dibujada en los labios. Estaba exultante por formar parte de una expedición de semejante calibre cuando me pareció ver que algo cruzaba volando el ala de nuestro avión. Enseguida pensé que debía tratarse de un efecto óptico, quizá un destello del sol sobre el fuselaje del Douglas me había jugado una mala pasada, así que miré a mis compañeros en busca de alguna señal de alarma, pero todos seguían comprobando sus petates, asegurando los pertrechos o conversando relajadamente.

Me dije a mí mismo que había sido una broma pesada fruto del cansancio y de la imaginación, así que volví a mirar por la ventanilla. De pronto, un blanco sobrecogedor y cegador dominó el paisaje por completo. Había oído hablar de la "blancura total", un efecto que se producía al perderse la definición del horizonte y de cualquier otra referencia cuando se funden el blanco de las nubes con el de la nieve, pero no pude evitar un amago de pánico: ¡Ya no veía el Erebus, no veía absolutamente nada!

El avión, comenzó a sacudirse y a temblar súbitamente, sus motores, ahogados, sonaban entrecortados. Los perros empezaron a ladrar y a aullar, algunas latas de víveres rodaban por el suelo mientras mochilas y cajas caían de los estantes. Me agarré con fuerza a los arneses para ponerme de pie, intentando ver algo a través de la ventanilla y de nuevo tuve la sensación de que algo pasaba volando por debajo de nosotros, ¿qué demonios?... Pegué mi cara al cristal y, aterrorizado, distinguí las siluetas de una especie de toneles cilíndricos alados con extremidades semejantes a brazos y cabezas en forma de estrella.

Incrédulo, me froté los ojos, sacudí la cabeza para desembotarla y volví a observar a través de la ventanilla tratando de adivinar si la visión había sido real o solamente producto de mi asustada mente, pero lo cierto es que llegué a contar hasta cinco cosas como aquellas volando en dirección al monte Erebus...




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