La leyenda de Abdul Alhazred y la Ciudad Perdida
Recuerdo que estaba siendo una jornada muy calurosa, bastante más de lo habitual, y aquel desierto empezaba a antojarse como la antesala del mismísimo Infierno. Llevábamos horas bajo un sol abrasador en busca de la mitológica y desaparecida Irem, la Ciudad de los Pilares; sí, la maldita ciudad que siglos atrás había visitado Abdul Alhazred, el poeta loco. Su delirante "Al Azif" era nuestra principal fuente de consulta para tratar de localizar el legendario lugar, pero interpretar los desvaríos y visiones de Alhazred no resultaba nada sencillo.
Aquel remoto rincón de Arabia se había convertido en un océano inabarcable de arena. Miraras donde miraras, solamente veías arena. Las dunas se sucedían inmisericordes en una monotonía que ponía de los nervios. Habían transcurrido ya demasiados días desde que dejáramos atrás el último oasis y, a pesar del agua y de las provisiones que llevábamos con nosotros, una parte de mí empezaba a dudar de si nuestras reservas no se agotarían antes de encontrar la condenada ciudad.
Además, el desierto nos mostraba su cara más implacable y solitaria, ya que, aparte de los miembros de la expedición y de los camellos, no había rastro alguno de vida e incluso los escorpiones habían decidido abandonar aquellas interminables dunas... unas dunas que, según contaban las antiguas leyendas, escondían bajo su superficie unas cavernas excavadas hacía eones que eran habitadas por criaturas extrañas surgidas de otro tiempo.
Alejé aquellos pensamientos de la cabeza cuando la noche se presentó agradablemente fresca, concediéndonos un respiro. Decidimos acampar y aprovechar para descansar unas horas en el interior de las jaimas. Aunque aquel inagotable desierto irradiaba una profunda y nostálgica soledad, pensamos que no estaría de más montar guardias por turnos y en parejas.
Después de una cena frugal a base de dátiles, frutos secos y queso curado de cabra, cerré los ojos dispuesto a dormirme, pero el descanso y la paz duraron bien poco cuando unos gritos de alarma me despertaron.
Salí al exterior con el revólver en la mano y observé, atónito, cómo varios montículos de arena parecían cobrar vida: unos enormes ojos brillantes como ascuas y unas garras terminadas en afiladas uñas iban tomando forma y avanzaban hacia nosotros. Silbaban las balas entre el griterío, pero estas traspasaban sus arenosos cuerpos y una sonrisa lobuna se dibujaba en aquellos rostros de pesadilla... ¡por los muertos, era cierto, los Habitantes de las Arenas existían!