El Padre de los Gusanos
A inicios del siglo XX, el británico Sir Howard Windrop había encontrado unas extrañas tablillas fragmentadas en el norte de África. Animado por el magnífico hallazgo, comenzó a trabajar en la traducción parcial de dichas tablillas en 1912, pero sería su colega Sir Amery Wendy-Smith el que, siete años después y gracias a la financiación privada, realizaría la traducción completa de los "Fragmentos de G'Harne".
El extraño libro hablaba de G'Harne, una ciudad perdida que había sido erigida en el Triásico por una raza conocida como los Antiguos... una auténtica locura sin sentido teniendo en cuenta que, por aquel entonces, la Tierra estaba habitada por poco más que reptiles. De todos modos, aquella increíble e inverosímil teoría no había detenido a Sir Wendy-Smith y, ávido de aventuras, había decidido organizar y dirigir en 1919 una expedición al continente aricano para localizar la recóndita ciudad; lamentablemente, la búsqueda terminó de forma trágica.
A pesar de que no hubo supervivientes, la rumorología afirmaba que aquellos hombres sí habían visto G'Harne con sus propios ojos y, como suele ocurrir, los rumores dieron paso a la leyenda: la ciudad existía, aunque esta se hubiera convertido ahora en un decadente lugar en ruinas y repleto de madrigueras y grutas subterráneas que, al parecer, estaban gobernadas por un ser monstruoso bautizado como Shudde-M'ell, el Padre de los Gusanos.
Así, guiados por las explicaciones y rudimentarios mapas que aparecían en las páginas de los "Fragmentos de G'Harne", llevábamos meses recorriendo las regiones desérticas del norte de África en busca de la misteriosa ciudad escondida. Nuestra expedición parecía condenada a un final similar al que tuviera la de Sir Wendy-Smith cuando, después de alcanzar la zona del Sáhara a su paso por Egipto, empezamos a sentir unos leves temblores durante las noches.
Cada vez que acampábamos, al llegar la madrugada, la arena parecía cobrar vida y moverse, como si algo gigantesco se deslizara por las profundidades del desierto. Varios de los bereberes que nos acompañaban como guías e intérpretes se mostraban preocupados y alguno de ellos mencionaba a una criatura primigenia y maligna con aspecto de gusano gigante; ¿se referirían a Shudde-M'ell aquellos hombres? No hacíamos excesivo caso a tales historias, las supercherías locales siempre suelen tener más de mito que de realidad, pero finalmente, después de montar nuestro campamento base en el oasis de Siwa, los temores infundados resultaron ser terriblemente ciertos.
La tercera noche en Siwa comenzó de manera extraña, con un silencio sepulcral e inquietante. De pronto, cesó la brisa, la atmósfera se enrareció y el ambiente se tornó denso, tanto que incluso costaba respirar. Se me taparon los oídos, como cuando uno sufre un cambio de presión repentino, y sentí un dolor en el pecho que no era normal, como si el aire pesara y me incrustara en suelo. Algo intangible me oprimía los pulmones y mi corazón martilleaba desbocado, palpitando en mis oídos con la fuerza de un tambor de guerra, comiéndose el silencio absoluto y antinatural que lo colmaba todo.
De repente, el suelo se sacudió, la arena empezó a moverse y se escuchó un interminable crujido, una especie de lamento sobrenatural que parecía emanar de las propias entrañas de la tierra. Paró y por un instante dio la sensación de que iba a cesar el terremoto, pero no... fue el principio del fin porque el suelo volvió a temblar y esta vez lo hizo como si el mundo estuviera desmoronándose a pedazos, como si el corazón de la Tierra estuviese a punto de estallar: ¡¿Qué demonios estaba sucediendo?!
Y entonces, ruido. Ruido como si una colosal manada de búfalos desbandados se acercara y devastara todo a su paso. Y luego estaba aquella especie de sonido infernal, mezcla de aullido y aire aspirado. Todo mi cuerpo temblaba y no solamente de miedo, había palmeras que comenzaban a partirse por la mitad como frágiles cerillas, rocas que se desprendían y estallaban en mil pedazos, grietas inmensas que se abrían paso en la arena del desierto engullendo todo lo que encontraban en su camino... algo colosal estaba socavando las profundidades.
Mis compañeros estaban pálidos porque sabían, tan bien como yo, que no estábamos preparados para lo que pretendía emerger del más oscuro abismo de los infiernos. Íbamos a conocer al Padre de los Gusanos...