De vuelta al barro

Capítulo 10

El Corruptor

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Desde la ciudad de Brichester podía contemplarse parte del apacible curso del río Severn. El paisaje era típicamente inglés: una bucólica región enmarcada entre verdes e interminables campiñas rodeadas de suaves colinas y surcada por un río de aguas tranquilas; ¿cómo pensar, entonces, que un paraje tan aparentemente idílico pudiera ocultar en sus oscuras entrañas tanta ponzoña?

Las leyendas decían que en el valle del Severn, hacia mediados del siglo XIX, un culto que adoraba a una divinidad corrupta y depravada conocida como Glaaki había ido escribiendo y conservando una serie de manuscritos que recibieron el título de las "Revelaciones de Glaaki"; sus doce tomos recopilaban rituales, extrañas profecías, hechizos y conocimientos arcanos. Teóricamente aquel culto abyecto había sido erradicado en 1870, pero lo cierto es que las "Revelaciones de Glaaki" habían seguido ampliándose gracias a las contribuciones de diferentes sacerdotes sectarios que trabajaban en la clandestinidad. Si bien la mayoría de las copias se guardaban en bibliotecas arcanas o formaban parte de colecciones de particulares, los últimos volúmenes resultaron ser tan blasfemos que incluso se desconocía su paradero. El número XII era uno de aquellos volúmenes perdidos y el principal motivo de nuestro viaje.

Aquel volumen maldito hablaba de los Antiguos, de la dormida ciudad sumergida de R'lyeh y de Y'Golonac, una impía divinidad que vivía detrás de un muro de ladrillos rojos esperando a ser invocada para traer al mundo un universo de placer y dolor. Sin duda un dios sádico que era mejor mantener sepultado a buen recaudo detrás de aquella pared.

Brichester había sido fundada hacía ya muchos años y mantenía un poso de decrepitud casi primigenia que invitaba muy poco a visitarla. Las brumas ascendían desde el estuario del Severn, arrastrándose hasta la ciudad como una humeante masa reptante que lo cubría todo a su paso, confiriendo a las calles una atmósfera etérea y somnolienta. A pesar de ello, nos adentramos en Brichester, atravesando viejas casas de estilo victoriano y unos pocos almacenes desvencijados. De vez en cuando podíamos ver algunos capiteles y el solitario campanario logrando sobresalir fantasmalmente entre la niebla, pero a nosotros nos interesaba más lo que se escondía en las profundidades de la ciudad.

Descendimos por los túneles del alcantarillado y, después de caminar un buen puñado de metros, tuvimos la extraña impresión de que los túneles habían cambiado sustancialmente y que estos, sin duda, tenían que haber sido cavados hacía eones: las paredes desgastadas, el tipo de piedra y una suerte de musgo fosforescente eran señales inequívocas de su antigüedad. La sensación opresiva de avanzar por aquellos pasadizos que parecía engullir la tierra no era nada agradable, pero debíamos seguir adelante en busca de nuestro objetivo: encontrar unas ruinas desconocidas y un grotesco muro de ladrillos rojos donde la perversión y la depravación, encerradas, se daban la mano... el dios de la corrupción aguardaba.




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