El Flautista de Azathoth
Tenía la obsesiva sensación de que la interminable gruta que recorríamos se iba estrechando a cada paso que dábamos. ¡Por todos los dioses, ¿cuánto tiempo llevábamos ahí metidos?! Una eternidad descendiendo, cada vez más y más profundo, como queriendo alcanzar el centro de la Tierra. El ambiente era sofocante, nada recomendable para alguien que padeciera un mínimo de claustrofobia, y la humedad lo invadía absolutamente todo; el sudor resbalaba por mi nariz, dejando caer gotas sobre los cañones de la escopeta.
Caminábamos alerta y en silencio. Solamente se dejaba notar el sonido de las pisadas de nuestras botas sobre un suelo cubierto de arena y desgastadas piedras. De vez en cuando deteníamos nuestro avance para tratar de encontrar algún rastro o escuchar algún ruido, pero ya solamente era capaz de oír el sonido de mi propia respiración y notar que el corazón estaba haciendo todo lo posible por reventar mi pecho y salir huyendo de allí.
Por fin, después de incontables metros recorridos por las entrañas de aquella caverna atemporal, divisamos un fulgor titilante a lo lejos. A la señal del capitán Lancaster, nos movimos con todo el sigilo que pudimos reunir y nos acercamos, despacio, a lo que parecía ser el final del túnel, comprobando que aquel resplandor iba ganando en intensidad conforme avanzábamos. Probablemente la luz procedería de alguna hoguera o de antorchas clavadas en las toscas paredes de piedra, pero, a medida que nos aproximábamos, algo más se sumó a la claridad y empezamos a percibir una especie de música siniestra. Sí, por encima del denso silencio podía escucharse claramente una enfermiza melodía que parecía emitir una flauta demoníaca.
Avanzamos hasta la abertura conteniendo la respiración, pisando con cuidado para procurar no hacer ruido. Sin duda, estábamos llegando a nuestro destino, pero ninguno de nosotros estaba preparado para encontrarse con lo que nos aguardaba al otro lado.
Lo que vimos fue horroroso, pero entonces recordé que no era la primera vez que presenciaba cómo algunos hombres y mujeres se dejaban arrastrar por la locura hasta límites insospechados: unas cincuenta personas danzaban semidesnudas de manera grotesca, como poseídas, aullando alrededor de un gran círculo de llamas que chisporroteaba con un color verduzco del todo innatural. Y justo en el corazón de aquel extraño fuego se erigía un altar descomunal de piedra oscurecida por el humo de incontables ceremonias, aunque, lo peor de todo estaba situado sobre él...
Un grupo de niños asustados, colocados deliberadamente en forma de estrella de cinco puntas, yacía encima del altar con ojos llorosos y en el centro de aquel círculo macabro se contorsionaba una extraña criatura achaparrada que tocaba la flauta de un modo repugnante... era uno de los servidores de Azathoth, el Sultán del Caos. Aquel ser amorfo y tentacular era el compositor y artífice de la abominable sinfonía que estaba llegando a su éxtasis, mezclándose con los llantos de las criaturas y con los enloquecidos coros de los adoradores.
No tendríamos otra oportunidad. Era ahora o nunca.