De vuelta al barro

Capítulo 13

Los muertos nunca mueren

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A las afueras de París, en la hermosa y bucólica localidad de Villenes-sur-Seine, devorada por el paso del tiempo y oculta por la incontrolada maleza, se erguía la mansión barroca Gassó-Fleury... o lo que quedaba de ella. Construida a finales del siglo XVII, había vivido tiempos de gran esplendor, allí se celebraron importantes banquetes y fiestas de la aristrocracia, pero el estallido La Révolution en 1789 limpió Francia de privilegios absolutistas y los propietarios del caserón se vieron obligados, como muchos otros nobles, a abandonar el país cuando el invento del doctor Guillotin empezó a causar auténtico terror.

Villenes-sur-Seine había sido un lugar tranquilo, el típico pueblo dedicado a la agricultura y a la ganadería que el río Sena recorría de manera apacible. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la mayoría de habitantes de las desperdigadas granjas con las que habíamos topado por el camino había abandonado la villa y los pocos lugareños que aún resistían allí, llevaban meses atemorizados y encerrados en sus casas, rezando por una salvación que parecía no llegar.

Una enfermedad desconocida, aseguraban unos; un castigo divino, comentaban otros; la maldición de los Gassó-Fleury, decían algunos... fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, todos coincidían a la hora de afirmar que, a medida que la noche iba oscureciendo el paisaje y sumiendo el pueblo en silenciosas sombras, unas deformes criaturas grotescas se lanzaban a la búsqueda de carne fresca, bien fuera de ganado o de desprevenidos humanos.

La Universidad de Miskatonic, siempre al acecho de rarezas y de historias extraordinarias, había decidido que valía la pena indagar un poco el terreno, curiosear y averiguar qué demonios estaba pasando en Villenes-sur-Seine.

Antes de viajar hasta allí, habíamos hecho bien nuestros deberes y, tras consultar diferentes archivos y hemerotecas, habíamos encontrado unas cuantas noticias antiguas que mencionaban a los Gassó-Fleury; el nombre de esa familia aparecía vinculado a unas prácticas un tanto inquietantes relacionadas con la vida después de la muerte. Precisamente por esa extraña afición de los Gassó-Fleury nos encontrábamos en la desvencijada cocina de la mansión, dispuestos a abrir la trampilla que daba acceso a un sótano que parecía no haberse abierto en centurias. Equipados con cascos mineros y un pequeño equipo de exploración -que incluía las siempre necesarias escopetas-, el objetivo era descender en busca del nido de aquel horror hambriento: un supuesto laboratorio clandestino.

La trampilla, quejumbrosa por el viejo óxido acumulado en sus bisagras, cedió con esfuerzo y la bocanada de aire corrompido que nos sacudió fue espantosa. Casi como una sustancia pegajosa, el hedor enseguida impregnó el ambiente, haciéndolo denso e irrespirable. Nos atamos unos pañuelos para proteger la nariz y la boca de aquel olor nauseabundo e iluminamos el sótano: hasta donde alcanzaba el haz de luz, solamente veíamos tierra y más tierra que parecía hundirse en las profundidades, revelando el inicio de una gruta.

Después de afianzar unas cuerdas, descendimos por el hueco de la trampilla. Cabíamos en fila de a dos, así que cargamos las escopetas del calibre 12, nos miramos a los ojos en silencio y asentimos con las cabezas antes de echarnos a andar. Apenas llevábamos recorridos una veintena de metros cuando el sonido ininteligible de unas voces nos llegó, una mezcla de gritos delirantes, aullidos famélicos y sollozos plañideros que no auguraban nada bueno... y, de pronto, un rostro cadavérico surgió de la oscuridad con la boca abierta, dispuesto a morder. El fogonazo de la escopeta de mi camarada iluminó el túnel un instante y colmó el aire con el familiar aroma de la pólvora.

Entonces llegó el silencio, pero duró lo que dura un parpadeo. Una horda de muertos vivientes avanzaba torpemente hacia nosotros, un amasijo de carne podrida a través de la que asomaban huesos y tendones se agolpaba desesperada por alcanzarnos. Abrimos fuego a discreción contra aquel cementerio andante y volaron por los aires pedazos de carne pútrida. Caían como moscas, pero algunos seguían moviéndose a pesar de haberles reventado piernas y brazos.

Recargamos, maldijimos, apretamos los dientes y volvimos a disparar, una y otra vez, una y otra vez... debíamos abrirnos paso como fuera hasta el epicentro de aquella perversión.




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