De vuelta al barro

Capítulo 17

Ángeles de la Noche

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Tres días seguidos de lluvia fina, de esa que parece que no moja, pero que acaba calándote hasta el alma. Volvían a dolerme los huesos por culpa de la dichosa humedad y el condenado frío. Me decía que ya empezaba a ser demasiado mayor para toda aquella mierda, pero algo dentro de mí seguía empujándome a continuar. La nostalgia de días mejores –y sobre todo más jóvenes– no iba a ayudarme, así que volvía a las rutinas grabadas a fuego después de tantos años: comprobé el cargador una vez más, quité el seguro al fusil y sentí el tranquilizador tacto del cuchillo de la suerte que llevaba siempre escondido en mi bota izquierda.

Miskatonic mantenía su cruzada contra los Mitos y, esta vez, nos había mandado de misión cerca de casa, concretamente a las afueras de Boston. Allí, perdida entre hectáreas de bosque salvaje y verde campiña, hundía sus cimientos la mansión victoriana de los Callaway; aquel viejo caserón era ahora la sede de la Orden del Crepúsculo de Plata, una secta que pretendía despertar al Gran Cthulhu del profundo sueño que dormía en las profundidades de R'lyeh, la infame ciudad sumergida.

El Crepúsculo de Plata no llevaba mucho tiempo activo y en sus inicios no había quedado del todo claro su propósito: ¿un flamante club social para caballeros aburridos?, ¿un lugar de reunión para miembros selectos de la alta sociedad de Massachusetts?, ¿otra sociedad histórica? Si quedaban dudas al respecto, estas se despejaron pronto. No tardaron demasiado en poner de manifiesto sus intenciones a través de oscuras actividades y extrañas asociaciones: sacrificios impíos, lectura de libros demoníacos, estudio y práctica de antiguos cultos, intentos de contacto con entidades sobrenaturales e incluso, se rumoreaba, alianzas con seres de otro mundo.

Si a estas alturas nadie le había tosido al Crepúsculo, era por la alargada sombra de Carl Stanford. El testaferro de la Orden había empezado a ganarse la vida como un reputado anticuario, oficio que le había permitido ampliar su red de contactos y tener acceso a determinados libros y artefactos singulares, pero su poder había crecido de tal manera que se había posicionado como un hombre de negocios muy influyente en la comunidad. Después solamente tuvo que convencer a cuantos pudo para que se unieran a él y formaran parte de su "exclusivo club". Cuando los inocentes convencidos se daban cuenta de que el supuesto club social no era más que una logia macabra, ya era tarde para salir... y Stanford podía llegar a ser muy, muy persuasivo. Y peligroso.

Y allí estábamos nosotros, ocultos entre la vegetación que delimitaba el bosque un desangelado 13 de enero, en misión secreta, con el culo congelado y observando con preocupación un cielo negro como el más profundo de los abismos en el que titilaban un puñado de estrellas con un brillo enfermizo de color rojo.

Miré a mi derecha, guiñé el ojo Spunkmeyer y me devolvió el saludo con un asomo de sonrisa. Volví la vista al frente para econtrarme con un enorme y cuidado seto rodeaba el perímetro de la mansión Callaway a modo de muro y, aunque no se veía ninguna luz en el porche de entrada ni en las ventanas de la fachada principal, lo cierto es que se intuía un tenue resplandor luminoso procedente del piso inferior. Sabíamos, según el soplo de una antigua y arrepentida discípula de la secta, que el Crepúsculo acostumbraba a celebrar sus ceremonias y rituales en el gran sótano de la mansión.

Echamos un nuevo vistazo al edificio y comprobamos una vez más que, extrañamente, no habían apostado guardias ni perros: ¿olvido o emboscada? A mí todo aquel silencio y el aparente descuido de la Orden del Crepúsculo de Plata no me olían nada bien; tal vez fuera el extraño cielo que me estaba poniendo de los nervios, la rodilla que no me daba tregua y protestaba por la humedad o que mi sexto sentido, curtido en demasiados asaltos, me estaba enviando señales. No supe a qué atribuirlo porque dieron la orden y no hubo tiempo para más cavilaciones: debíamos cruzar el interminable jardín si queríamos detener la macabra ceremonia y cazar a Carl Stanford.

Aguardé a salir el último mientras cubría las espaldas de mis compañeros con el fusil de cerrojo. Los veía salir uno a uno de entre los setos y moverse discretamente, buscando las sombras, avanzando en dirección a la casa sin hacer ruido. Todo iba bien. Llegó mi turno. Me levanté y una corazonada me obligó a mirar en dirección al tejado de la mansión... y entonces las vi: cuatro siniestras siluetas se recortaban contra la Luna e, incluso agazapadas, resultaban inconfundibles.

Unos seres monstruosos con alas membranosas como las de un murciélago y con un cuerpo ágil y fibroso cubierto por una piel negra y brillante como el aceite. Las criaturas relucían casi de manera hipnótica por el tono rojizo del cielo estrellado. Sus largas colas se movían alegremente, anticipando el vuelo en picado que estaban a punto de realizar sobre nosotros, y ladeaban sus vacíos e inexpresivos rostros observándonos con insana curiosidad.

"¡¡Descarnadoooooos!!", grité mientras apuntaba al cielo.




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