De vuelta al barro

Capítulo 18 - El lector del camposanto

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Era un crudo invierno de 1922 en Alnwick, Northumberland. El frío era tan intenso que con cada respiración sentía cómo se me congelaban los pulmones; el viento dolía. Para colmo de males, la niebla descendía paulatinamente más y más, hasta convertir el paisaje en una especie de espejismo vaporoso que nos hacía caminar despacio e inseguros. ¿Cómo demonios íbamos a avanzar por aquel camposanto si apenas era capaz de ver un poco más allá de mis propios pies?

Recorríamos un interminable y viejo cementerio situado en la antigua iglesia normanda de Saint Michael en busca de la lápida de sir Judas Raimius. Al parecer, el tal Raimius habría enterrado consigo un original del Cultes des Goules, un herético libro escrito por el Conde d'Erlette y publicado en 1703 que, según contaba la leyenda negra que rodeaba al propio libro, estaba forrado en piel humana. Si añadimos que el texto estaba dedicado por completo a la nigromancia y a la necrofilia, contando con todo lujo de detalles cómo una especie de secta –los miembros de la cual se hacían llamar "ghouls"– se dedicaba al saqueo de tumbas y a la profanación de cadáveres, además de mencionar a obscenas divinidades como Nyogtha o Shub-Niggurath, resultaba comprensible que la Iglesia hubiera perseguido su publicación desde el primer día, tratando de destruir todas las copias que encontrara.

Pues bien, a pesar del tenaz esfuerzo eclesiástico por evitar dicha difusión, de algún modo, un ejemplar del Cultes des Goules habría llegado a manos de sir Raimius y este, después de leerlo y, siempre según la rumorología local, habría degenerado en un ser que al que ya le quedaba bien poco humano porque sus rasgos, con el tiempo, cada vez se asemejaban más a los de un gran perro. Así, en Alnwick estaban convencidos de que, en realidad, sir Raimius no había muerto y que su funeral había sido una macabra patraña orquestada por él mismo.

Pensando en todo aquello, mientras el viento mecía los cipreses y arrastraba grises jirones de nubes, me descubrí observando la Luna más llena que jamás había visto. Desperté de mi ensimismamiento cuando recibí la orden de avanzar; debíamos mantener una formación en línea, separados unos de otros por un par de metros, con el objetivo era peinar el camposanto de la manera más efectiva. Siendo conscientes de que la luz de las linternas apenas se distinguiría con la creciente neblina, decidimos decir nuestros nombres en voz alta de vez en cuando para ir confirmando nuestras posiciones.

La niebla parecía empeñada en espesarse y el aire se había tornado denso como la brea, casi podía acariciarse y cortarse. Debía de tener los sentidos embotados por culpa de aquella enfermiza bruma porque lo cierto es que mis ojos, a medida que me adentraba en aquel terreno húmedo, veían menos y las voces de mis compañeros comenzaban a llegarme atenuadas... tanto, que ya tenía la sensación de que sonaban cada vez más lejanas. Hasta que resultaron del todo inaudibles. Atenazado por un miedo irracional, cada paso que daba resultaba más dubitativo y torpe.

Tan preocupado estaba de no tropezar con ninguna de las tumbas y cruces que brotaban del suelo como enfermizas flores sin vida, que no prestaba atención a nada más. De pronto, una figura empezó a dibujarse delante de mí. Confuso, pronuncié el nombre de Mad porque recordé que era el compañero que debería tener más cerca... tenía que ser él. Por todos los dioses, que fuera él. Me pareció que se giraba, pero no hubo ninguna respuesta. Me acerqué más y cuando la temblorosa luz de mi linterna logró imponerse por fin a la niebla, me quedé helado: una extraña criatura me miraba tranquilamente con un antiguo libro entre las manos. Su aspecto era casi humano, incluso vestía lo que un día debió ser un lujoso batín de seda, pero su rostro poseía inconfundibles rasgos caninos y un pelaje oscuro cubría sus extremidades.

Me examinó, curioso, por encima de sus pequeñas gafas redondas y ante aquello solamente pude balbucear: "¿Sir... sir Judas Raimius?".




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