Llevábamos dos meses infiltrados como soldados en el ejército de los Estados Unidos, concretamente en las remotas Islas Galápagos, situadas en el Océano Pacífico. Desde hacía un tiempo circulaban ciertas informaciones sobre insólitos sucesos que estaban teniendo lugar en el archipiélago ecuatoriano, así que estábamos tratando de investigar las pruebas y experimentos químicos de alto secreto que estaban llevando a cabo en aquel pedazo de tierra perdido de la mano de dios.
Las cabezas pensantes del gobierno americano habían pedido al alto mando militar que desarrollaran un nuevo y sofisticado armamento biológico en colaboración con un equipo de eruditos de lo más variopinto y heterogéneo en cuanto a nacionalidades y disciplinas... ¿Qué podía salir mal?
Habíamos aterrizado las Galápagos con credenciales e identificaciones falsas y tratábamos de pasar desapercibidos mezclándonos con el personal administrativo y realizando tareas poco complejas. Mano a mano con los soldados, entre otros muchos investigadores, trabajaba un virólogo chileno llamado Jorge Andújar, un científico solitario y bastante curioso. La Universidad de Miskatonic había elaborado un completo informe biográfico y académico sobre el tal Andújar que recogía algunos datos, cuanto menos, llamativos: la vena alquimista le venía de familia al haber heredado determinados manuscritos datados entre los siglos XIII y XIV, era un estudioso de la astronomía desde bien pequeño, sentía cierta inclinación por las teorías científicas más estrambóticas y las ciencias ocultas, al parecer, se habían convertido en algo más que una simple afición. Como decía, un hombre de lo más singular.
Después de varias semanas de observación de las rutinas y del comportamiento del doctor Andújar, convencidos de que tenía algo que ver con la rumorología que recorría el campamento, decidimos que era prioritario acceder a su laboratorio en busca de alguna información relevante en forma de estudio, diario personal, resultados de análisis o cualquier otro documento que pudiera resultar sospechoso. Si el académico estaba realizando alguna actividad anormal y secreta a espaldas del ejército, nuestro cometido era averiguar por qué y para qué.
A parte de los habituales chismorreos en la cantina sobre movimientos furtivos y ruidos inquietantes que se repetían cada noche, el folklore local, claramente influenciado por prácticas ancestrales como la hechicería chamánica y el vudú, mencionaba a una antigua raza que había habitado el archipiélago antes de que el ser humano hollara la Tierra. Según las leyendas, aquella raza primigenia de amplios conocimientos arcanos y científicos adoraba a un tal Yig, una divinidad con rasgos humanoides, pero con aspecto de gran serpiente. Más allá de los pintorescos relatos sobre seres ofídicos, las alarmas se habían disparado porque parte del material con el que el ejército estaba experimentando, había desaparecido misteriosamente durante las últimas semanas a pesar de haber extremado las medidas de vigilancia.
Habíamos planificado meticulosamente infiltrarnos aquella noche en el barracón que hacía las veces de laboratorio del doctor Andújar en busca de pruebas sólidas que permitieran incriminar al investigador y averiguar sus verdaderos propósitos. Así, cavamos disimuladamente un pequeño túnel durante días y, cuando estuvo listo, entramos discretamente por un lateral del barracón, accediendo al recinto. En silencio y atentos a cualquier movimiento, entre probetas, microscopios, frascos con líquidos de diferente densidad, gruesos libros encuadernados y numerosas anotaciones, dimos con una peculiar caja metálica en la que estaban grabadas unas inscripciones en una lengua desconocida, pero que poseía ciertas similitudes con algunas antiguas escrituras mesoamericanas. Afortunadamente, aquella especie de cofre estaba abierto y contenía un objeto que, a primera vista, escapaba a nuestro entendimiento; era una suerte de figura geométrica que recordaba vagamente a un trapezoedro y que emitía un enfermizo brillo verdoso.
Cerramos la caja y la guardamos cuidadosamente en la mochila, en la que también ocultamos un par de libros de extrañas cubiertas y numerosas carpetas que contenían documentación valiosa sobre los trabajos y estudios de Jorge Andújar; la información que necesitábamos tenía que estar registrada entre todos aquellos papeles requisados. Ya estábamos a punto de marcharnos cuando algo siseó a nuestras espaldas, parecía una serpiente, pero, al girarnos, nos encontramos con el siniestro doctor... aunque una bata blanca tapaba la mayor parte su cuerpo, unas relucientes escamas verdes recubrían aquellas zonas de la piel que resultaban visibles y su cabeza recordaba, más bien, a la de una anaconda.
¡Las leyendas eran ciertas, aquellos seres ofídicos, prodigiosos científicos y adoradores de Yig, existían!