El Dios Elefante
Un helicóptero Sikorsky R-4 nos deja en la ladera del monte Kinabalu, en la Isla de Borneo. Es un entorno algo escarpado y boscoso que anticipa una caminata húmeda y agotadora hasta un poblado situado unos kilómetros más arriba. Según las indicaciones proporcionadas por el profesor Armitage, una estatuilla del impío dios Chaugnar Faugn está en poder de la poco amigable tribu de los tcho-tcho. Nuestra misión: recuperar el ídolo y traerlo de vuelta a Arkham para custodiarlo en las salas arcanas de la Universidad de Miskatonic.
A media tarde asaltamos el poblado procurando minimizar las bajas y no causar excesivos destrozos, tal y como nos han ordenado. Recuperar la figura no resulta demasiado difícil, las armas de fuego hacen bien su trabajo y, después de unos cuantos disparos al aire, muchos de aquellos adoradores oponen poca resistencia y huyen hacia el interior del bosque entre maldiciones y aullidos. Solamente algunos fanáticos plantan cara a nuestro comando, pero los subfusiles los disuaden definitivamente de intentar cualquier estupidez.
Con la efigie a buen recaudo, regresamos al punto de encuentro y montamos el campamento base a la espera de que, en un par de días, el helicóptero de transporte sobrevuele la zona y podamos volver a casa con aquella blasfema figura bajo el brazo. La talla en sí no es muy grande, pero hay algo antinatural en ella y observar esa demencial escultura con forma de morboso elefante humanoide y con tentáculos saliendo de sus orejas de paquidermo resulta inquietante. Confío en descansar sin sobresaltos esta noche.
Se dice que los tcho-tcho, un pueblo muy supersticioso y arraigado en sus ancestrales costumbres, son los últimos veneradores de Chaugnar Faugn; al parecer, una suerte de trance los obliga a idolatrarlo y a realizar rituales en los que ofrecen sacrificios de sangre con la promesa de que un día ese ser primigenio despierte y lo devore absolutamente todo. ¿Quién va a desear despertar algo para luego ser devorado? Sea cierta la historia o no, lo más sensato es que el viejo Armitage proteja la estatuilla de caer en las manos equivocadas.
Normalidad y las viejas rutinas de siempre durante la noche: acotamos un perímetro de seguridad en un emplazamiento óptimo para acampar y que ofrece cierto resguardo, levantamos algunas barricadas rudimentarias aquí y allá, encendemos una pequeña hoguera entre piedras para iluminarnos y calentarnos, cenamos a base de conservas y establecemos los turnos de guardia. Kubiak y Altmeyer harán la primera ronda.
Bien entrada la madrugada mi instinto me despierta, ya que Kubiak y Altmeyer no lo han hecho. Eso está mal, no me gusta. Algo no va como debiera. Un denso silencio se ha apoderado del campamento y eso no es ni remotamente normal en mitad de un bosque tropical y rebosante de vida como este... Mi mano busca la Desert Eagle bajo el saco de dormir y despierto a Steiner tapándole la boca e indicándole que guarde silencio; enseguida desenvaina su machete.
La hoguera humea apagada. Extraño, todo el mundo sabe que el fuego debe estar siempre encendido mientras duran las guardias. La luz de la Luna le da al campamento un aire fantasmagórico. Dos siluetas se recortan contra el suelo, cerca del arcón en el que transportábamos la abominable figura... está abierto. Steiner y yo nos acercamos atentos a cualquier movimiento o ruido sospechoso para comprobar que nuestros compañeros están muertos. Más que muertos, están consumidos, como si les hubieran drenado la sangre. Además, no hay rastro de la estatuilla. Algunas huellas indican que los demonios del bosque se la han llevado; sí, los despreciables tcho-tcho han vuelto a por su señor.
Despierto al resto de mis hombres y, después de preparar las mochilas y comprobar los cargadores, honramos y damos sepultura a Kubiak y Altmeyer. Se escapa alguna lágrima y muchas imprecaciones, es inevitable, ambos llevaban muchos años en el pelotón y cada uno de estos muchachos se siente parte de algo parecido a una pequeña familia. Apretando los dientes nos preparamos para regresar al condenado poblado tcho-tcho. Los degenerados humanoides han recuperado a dios elefante, ahora nos toca a nosotros y, esta vez, no mostraremos piedad: se lo arrebataremos todo.