De vuelta al camino. Una historia de superación personal

Daniel, el niño de los mil deseos

¿Esta vez lo salvé yo? ¿Esta vez? ¿Qué otras veces hubo? ¿Elisa? Estas cosas eran las únicas en las que podía pensar. Miraba al niño acostado a mis pies y solo podía pensar en esas preguntas.

Cuando pude, al fin, salir del estado en el que estaba, me agaché y lentamente traté de despertar a Daniel. Abrió sus ojos, esta vez estaban normales, eran de un color verde claro, su cara era pálida, supongo su color natural. Comenzó a balbucear, hasta que pude entender que quería agua, ¿de dónde se supone que sacaría agua? Estamos en el desierto querido, pensaba.

—Ángel —le dije al Espíritu—. Necesito agua... ¿Ángel?

Me pareció sumamente raro porque el Espíritu ya no estaba a mi lado, por unos instantes me sentí sola, abandonada, me había comenzado a sentir triste cuando Daniel se levantó y tomó mi mano.

—¡Ah! Sí. Perdón. Vamos a buscar agua para ti —le dije mientras lo agarraba fuerte de su manito y le sonreía.

—Mi casa está ahí —me dijo mientras señalaba una chocita que había cerca de un pozo.

«¿Una casa? ¿Y de dónde salió?» pensaba, mientras nos dirigíamos hacia allí. Que raro una casa en medio de este desierto. ¿Dónde fue el Espíritu? ¿Por qué me abandonó aquí? Acabo de hacer algo que no tenía idea que podía hacer y el Espíritu decide abandonarme cuando más lo necesito.

—¡Pasa! —me dijo Daniel, muy contento por volver a su hogar.

—Daniel, ¿dónde están tus padres?

—Salieron a trabajar, pero... Supongo que tendrían que estar volviendo.

—Ah, bueno. Podemos esperarlos aquí, ¿no?

—Sí —me dijo mientras tomaba, con bastante sed, el agua—. ¿Quieres ver mi pieza?

—Claro. ¿Tienes juguetes?

—Sí. ¡Muchos! Son todos lindos, me los compró mi papá.

Papá, que linda palabra, pensaba. Hace muchos, muchísimos años que no hablo con mi papá. Que bueno es saber que todavía hay padres que aman a sus hijos, los cuidan y les hacen regalos. Bueno... lo material no es importante. Pero supongo que su padre trabajó muy duro para hacerle un presente que Daniel pudiera disfrutar y que le recordara el amor de su padre.

—¡Mira! —me dijo sonriente, mientras me traía una caja llena de pequeños muñequitos.

—¿Qué son? Son muy pequeñitos.

—Son mis deseos —me dijo, como temeroso.

—¿Deseos?

—Sí. Quiero tener cada una de estas cosas. Soy pequeño aún. Pero voy a crecer.

Reí divertida. —Cuéntame, a ver... ¿Qué deseos son?

—Una casa grande, un auto, plata, un caballo, un perro, un jardín, flores, comida...

Comenzó a sacar cada juguetito de adentro de la caja y me iba nombrando todos sus deseos, eran muchos, pero, confío que, cuando sea grande podrá tener todo eso e incluso más. Que lindo que es desear tantas cosas cuando eres pequeño.

En sí, la vida está llena de sueños, cosas que queremos lograr, lo que queremos ser, a quienes queremos a nuestro lado, a quien amar. Son todos deseos que de alguna manera u otra conseguimos. Algunos son a largo plazo, otros son muy lejanos y algunos son inalcanzables.

Yo, yo deseo...

—¿Te gustan? —me preguntó esperando una buena respuesta.

—Pues... Claro. Me gustan tus deseos, Daniel.

—¿Y vos? ¿Tienes deseos también?

—Si. Como todas las personas, supongo.

—¿Y cuál es tu deseo?

—No lo sé, aún no he pensado en ello.

—¡Pero ya eres grande... Alguno tienes que tener!

—A ver... Déjame pensar... Emm...

Trataba de pensar en algún deseo que hubiera querido de niña, pero, lo único que podía pensar era en el Espíritu y que me había abandonado. En fin, no le contesté nada, porque no sabía que decirle.

Mientras estábamos allí, mirando sus juguetes, se abre la puerta. Pegué un salto y traté de esconder a Daniel detrás de mí. "Mami", gritó de repente y corrió a su encuentro. "Papi", volvió a gritar y salió corriendo de la casa.

Me quedé con un juguete en la mano, estaba helada, no podía decir nada, solo miraba a la mujer que acababa de entrar. Era como una paisana, con sus ropas rasgadas por el paso del tiempo y supongo que, por su trabajo. Sostenía una bolsa de tela y la refregaba con sus manos como nerviosa.

Mientras estábamos allí, mirándonos, el padre de Daniel entró a la casa y me quedó mirando. Luego sonrió y me dijo, con una voz potente:

—¿Así que tú cuidaste de Daniel?

—Eh, sí —le dije muy nerviosa, mientras me llevaba la mano a la nuca.

—Gracias. Daniel, es muy travieso. Espero no te haya dado problemas.

—Emm... no. Se portó muy bien —le dije mientras miraba a Daniel que estaba aferrado a la pollera de la madre.

—¿Te quedas a cenar? Ya se está haciendo de noche para que una mujer ande sola por este lugar. Si quieres mañana, cuando salga el sol, te acompaño a un lugar seguro.

—Bueno, gracias. Pero, no quiero importunar.

—Para nada —dijo la mujer—, ven, vamos a preparar la cena. ¡Daniel! Lávate las manos.

Preparamos la cena en silencio, mientras Daniel y su padre trataban de arreglar la antena de un radio viejo. La mamá de Daniel no dijo nada en ningún momento, solo podía sentir el ruido que hacían sus zapatitos al caminar, "pac, pac" para aquí, "pac, pac" para allá.

Mientras cortaba unas verduras para hacer la ensalada, pensaba en donde podría estar el Espíritu Santo. En estos tres días que habíamos estado juntos no se había alejado de mi ni un segundo. Incluso cuando pasó lo de Elisa, el me sostuvo fuerte para que no me apartara de él. ¿Dónde estás, dónde?

Luego de cocinar, nos sentamos a la mesa y comimos en silencio. Cuando terminamos Daniel, pegó un grito, su padre asintió con la cabeza y él salió corriendo, sin antes darle las gracias a su mamá. Su padre puso uno de sus brazos sobre la mesa mientras usaba un escarbadientes y con el otro brazo se sostenía la rodilla, me miró y me dijo, mientras hacía ruido con su boca:

—Emm, bueno chica, ¿cómo te llamas?

—León —le dije, levantando la cabeza y con un brazo en el aire, mientras terminaba de comer.




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