La lluvia caía con un ritmo suave, casi respetuoso. Afuera, la niebla envolvía la vieja mansión como si también guardara luto. Adentro, las sombras eran más densas que la noche.
Sherry no podía dormir. Y lo cierto es que no quería. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Nick. No cuando murió, no como lo encontraron… sino como era. Sonriendo torcido. Burlándose de algo. Viéndola de esa manera que siempre parecía una pregunta.
Había bajado a la biblioteca buscando no pensar. Pero al entrar, encontró a Allegra sentada en el suelo, junto al ventanal, con una copa de vino entre los dedos y una expresión que parecía tallada en piedra.
—¿Tampoco puedes dormir? —preguntó Sherry.
Allegra ni siquiera la miró. Solo alzó un poco la copa.
—Dormir está sobrevalorado.
Sherry dudó un momento antes de sentarse frente a ella. El silencio entre ambas no era incómodo. Era... denso. Lleno de cosas no dichas.
—¿Solías hablar mucho con él? —preguntó Sherry finalmente.
—Nick hablaba mucho con todos. Pero decía poco —respondió Allegra con un dejo de sonrisa amarga.
Sherry asintió.
—Yo creí conocerlo. Pero después de que murió... me di cuenta de que no sabía nada.
Allegra la miró por fin, y en sus ojos había algo distinto. No rivalidad. No dolor a secas. Era reconocimiento.
—Yo también creí conocerlo —dijo, con la voz rota—. Pero nunca me dejó entrar del todo. Supongo que... siempre estuvo escapando.
—¿Escapando de qué?
Allegra bajó la vista. Sus dedos giraban la copa como si esa respuesta estuviera en el fondo del vino.
—De sí mismo. De todo. De esta casa. De nuestro apellido. De mí.
Una punzada recorrió a Sherry. Había sentido lo mismo.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Allegra con un hilo de voz—. Que cuando murió... me alivié un poco.
Sherry la miró, sorprendida.
—¿Qué?
—No por él. Por mí. Porque ya no tenía que seguir fingiendo que estaba bien. Que yo estaba bien. Que todo esto... —miró a su alrededor— no me estaba devorando viva, no ser parte de la patrulla.
El silencio volvió. Esta vez más pesado. Más íntimo.
—Yo lo amé —dijo Sherry sin mirarla—. Pero creo que él nunca supo cómo aceptar amor. Siempre pensó que tenía que ganárselo. Como si se le fuera a acabar.
—Tenía miedo —susurró Allegra.
—¿Y tú?
Allegra tragó saliva, lentamente.
—Yo solo tenía rabia.
Y entonces, como si una grieta invisible se rompiera entre ellas, Sherry estiró su mano. Allegra no la rechazó.
Se quedaron ahí, sentadas, tomándose de la mano en el suelo de la biblioteca, compartiendo el silencio, el vino, y una pena que ya no era tan solitaria.
La lluvia seguía cayendo afuera.
Y por primera vez desde que todo comenzó, Nick no se sintió tan ausente.