Dead Patrol

El hielo y las flechas

El ruido de la batalla se alejaba por momentos, como si el mundo estuviera decidido a dividirlos. Río había dado la orden y, sin perder tiempo, Maggie y Milo se movieron hacia el lado opuesto de la avenida, apartando a los muertos que intentaban bloquearles el paso.

—Genial —dijo Milo, clavando una estalactita de hielo en el pecho de uno de los cadáveres—. Me mandan contigo, la persona más optimista del equipo.

—Calla y concéntrate —respondió Maggie sin mirarlo, lanzando una flecha que atravesó la frente de otro muerto y lo clavó contra una pared.

El aire estaba saturado con el hedor metálico de la sangre vieja y la humedad de la carne en descomposición. Los callejones estrechos amplificaban los gritos de los enemigos y el chasquido seco de los huesos al quebrarse.

Maggie giró sobre sí misma, disparando tres flechas en rápida sucesión. Cada una impactó en un punto vital, y aunque los muertos se tambalearon, seguían moviéndose.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Milo mientras congelaba el suelo frente a ellos, haciendo que una docena de enemigos resbalara y cayera—. Que ya están muertos. No hay satisfacción en matar lo que ya está muerto.

—Entonces imagínalos como entrenamiento, el que acabe con más muertos gana —contestó ella, saltando sobre el capó de un coche para ganar altura y disparar otra flecha, esta vez con punta explosiva.

La detonación lanzó pedazos de asfalto y hueso en todas direcciones. Milo cubrió su rostro con un brazo, pero no dejó de avanzar.

—Que ganarías, si es que lo haces —dijo, su voz con una mezcla de burla y reconocimiento—. ¿Un vestido?

—Tú ya sabes que quiero —replicó Maggie con frialdad.

Milo solo la vio, como si recordará rápidamente a que se refería.

Un muerto saltó desde un balcón, pero Milo reaccionó al instante, levantando una lanza de hielo que lo atravesó en pleno aire. El cuerpo quedó colgado como un insecto en ámbar antes de romperse en dos.

Avanzaron por una calle lateral, más estrecha, donde la sombra hacía difícil distinguir qué era enemigo y qué solo basura acumulada. El sonido de pasos arrastrándose resonaba en todas direcciones.

—Nos están rodeando —murmuró Maggie, tensando el arco.

—Perfecto. Menos tiempo para encontrarlos.

Milo alzó ambas manos y un muro de hielo creció a sus espaldas, cerrando la ruta por la que habían llegado. La temperatura cayó de golpe, y el vaho escapaba de sus bocas al respirar.

Los muertos empezaron a aparecer, primero uno, luego tres, luego una docena, saliendo de los edificios como hormigas de un nido roto. Algunos llevaban restos de uniformes policiales, otros trajes rotos, otros ropa civil empapada de sangre.

Maggie soltó flecha tras flecha, cada disparo preciso, cada impacto ralentizando la marea. Milo, a su lado, creaba estacas y cuchillas que surgían del suelo, destrozando rodillas y columnas vertebrales, deteniendo el avance.

—¿Alguna vez pensaste que estaríamos aquí? —preguntó él, con ese tono casual que usaba para irritar—. Tú, la arquera perfecta… yo, el tipo que congela cosas… contra un ejército de zombis mágicos.

—No —respondió ella sin apartar la vista—. Pero tampoco pensé que volveríamos a trabajar juntos sin matarnos.

Él sonrió apenas.
—Dame diez minutos más y vemos si eso sigue siendo verdad.

Uno de los muertos, más rápido que el resto, logró esquivar una flecha y casi alcanzó a Maggie. Milo lo detuvo de un manotazo, congelando su cabeza hasta que se quebró como vidrio.

—Te debo una —dijo ella, cargando otra flecha.

—Me debes varias.

El combate se volvió más cerrado, más violento. Maggie disparaba desde la distancia corta, usando flechas de punta ancha para atravesar a varios enemigos a la vez. Milo alternaba entre defensas y ataques, creando un anillo de hielo alrededor de ellos que forzaba a los muertos a entrar por un único punto, donde Maggie los esperaba.

Pero incluso así, la presión era constante.

—Nos vamos a quedar sin espacio —advirtió ella, midiendo la distancia al final del callejón.

—Entonces habrá que limpiar el lugar —replicó Milo, extendiendo las manos hacia adelante.

Un rugido gélido llenó el aire cuando una ráfaga de hielo y nieve barrió la calle, golpeando a los muertos con una fuerza que los lanzó contra las paredes. Algunos quedaron clavados por estalactitas, otros se partieron al impactar.

Maggie aprovechó la apertura para disparar una flecha especial. Al impactar en el suelo, liberó una onda de energía que empujó a los restos fuera del callejón, despejando el área por unos segundos.

Ambos respiraban agitados, pero ninguno se detuvo.

—¿Cuánto crees que podamos seguir así? —preguntó él.

—Lo suficiente para cumplir con la orden —respondió ella.

Un silencio breve se coló entre los sonidos del combate. Milo la miró de reojo.
—Sabes que no vamos a poder salvarla, ¿verdad? Por más que lo intente Río.

Maggie tensó la cuerda, apuntó y disparó sin vacilar.
—No vine a detener a Sherry. Vine a salvarla y lo haremos.

Milo sonrió, aunque había algo de tristeza en ese gesto.
—Tenía mucho que no te escuchaba decir algo tan cursi.

El eco de nuevos pasos resonó desde la calle principal. La horda no se había acabado. No todavía.

Ambos se miraron un instante, luego se giraron al unísono para recibir a la siguiente ola.

Y, por primera vez en mucho tiempo, Maggie y Milo pelearon como si fueran uno solo, como en los viejos tiempos.




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