El frío de la tarde provoca que me aferre mucho más a mi cálido abrigo. Hoy ha sido uno de esos días donde no quieres salir de entre las colchas; pero, ¿quién vivirá mi vida por mí, sino soy yo?
El clima me ha provocado una gripa y es que los gélidos vientos me vuelan todos mis cabellos claros, y quedo como si recién hubiera salido de la cama. Tirité de frío varias veces cuando me bajé del auto y rogué por no traer algo un poco más abrigado y por una extraña razón recordé la voz de mi madre en mi cabeza.
—Jari, ¿siempre vas a estar metida en esos pomposos abrigos dobles?
Mi respuesta era directa, «no es mi culpa que el día sea una mierda congelada.» Y no, no es porque me gustarán los abrigos dobles y grandes o los costosos que llaman la atención, simplemente suelo ser débil para el frío y además, aquellos abrigos ayudan a esconder mi no tan ‘definida’ figura. Detesto aquellas lonjas que se me notan cuando utilizo ropa muy pegada.
Subí las dos escaleras del pórtico, di un par de pasos y llegué a la puerta. Incruste la llave, la giré y la abrí. Entonces, mil recuerdos saltan dentro de mi cabeza, uno más potente que el otro.
Respiro ese aire a hogar, dulce hogar, ese olor a manzanilla y girasoles, y ahora que veo todo bien..., en realidad, todo sigue igual como en la mañana, como en esos ayeres que se mes escaparon de forma atroz. Aquella casa de invierno está sin alegría, con las paredes pintadas de colores claros, con ventanas grandes, con ropa sobre los muebles que debo de recoger y mandar a lavar, o desecharlas por lo empolvadas y sucias que ya están.
Esta casa solía ser mucho más animada, cuando él paseaba con solo unos calzoncillos puestos.
Todavía lo imagino en mi cabeza, moviéndose con cosas en las manos y buscando una razón para no desesperarme.
—Bebé, solía andar desnudo en mi antigua casa. Ahora este es nuestro hogar y tendrás que acostumbrarte a verme así todos los días.
No puedo negar que en un principio me causaba gracia verlo así y también me quedaba incomoda al ver como no le importaba que algún vecino tocará la puerta y lo sorprendiera en aquellas fachas. Pero a Romel muy poco le importaba el qué dirán. Al contrario, él ama llamar la atención y le fascina que todos los ojos estén sobre él. Yo, por mi lado me reducía a reírme de sus locuras, de sus chistes sin gracia, de los momentos más dementes que compartimos juntos.
No puedo negar que lo sigo amando como lo hice hace un año y medio. Entré a la cocina y me prepare un café cargado. A él le gustaba con dos cucharadas y yo casi lo prefiero simple; aunque hoy haré una excepción.
Me imagino esos días en los que corríamos por la casa. Teníamos una cena en la casa de mis padres y quería ir con una bufanda muy larga que la había comprado especialmente para ese día. Íbamos a aceptar nuestra relación luego de salir de la secundaria y debíamos tener el consentimiento de ambos, cosa que no fue muy grata para nuestras familias.
Cerré mis ojos y casi sentí como su mano áspera acarició mi rostro.
—Podrás decir cualquier cosa hoy para convencerme de ir, pero odio saber qué debemos enfrentar a nuestras familias. —se quejó jugando con mi prenda morada.
La hermosa Jarrieta se siente enjaulada, suspira de forma pesada una y otra vez, con su corazón latiendo dentro de su pecho, es absurdo e irracional lo que harán.
—Tengo tanto miedo, ¿sabes? —se mueve de un lado al otro, en aquel baño de su colegio—. Mis padres no sabrán qué hacer o decir, van a estallar en ira y eso me aterra, me da miedo defraudarlos.
El hombre de piel morena se acerca a ella, la toma entre sus grandes brazos y acaricia sus marcadas facciones, posando su dedo en aquellos labios gruesos, analizando la iris azul de sus profundos ojos, aquella quijada partida es tanteada y ella, silenciosa y expuesta ante el tacto se deja palpar ante las manos del hombre.
—Somos jóvenes, sí, pero eso no quita que tengamos sueños, ambos queremos esto y ellos deben aceptarlo
Esa era la misma razón por la cual él nunca quería ir a los almuerzos o cenas con sus padres, siempre escondiéndose de lo que la vista de otros puedan decir. De cómo tuvieron que esconderse. Ningún compañero de salón iba a casarse, todos se habían preparado para ir a la universidad y ellos, aun siente las mieles de sus vidas incrustadas. Romel creía que no era una gran combinación para ellos aquello, su situación económica siempre fue mala y sus padres jamás podrán darle estudios superiores. Él no tenía miedo a las responsabilidades. El problema recaía realmente en otros acerca de la aceptación de la relación.
—Estoy segura que el vino y una buena charla ayudará a que te sientas un poco más tranquilo —se cuelga de su cuello y deje un casto beso en sus labios, sintiéndose enteramente suya.
—Sabes que no es por eso. Tus padres son buenas personas —casi pude sentir su enojo e indignación cuando sus ojos cayeron al piso. Con sus manos apretó sus caderas y la miró—. Tú mereces algo mejor que esto, algo mejor que yo. Algún día seré un hombre exitoso y nada va a detener para que ponga un hijo en tu vientre. Mientras estés conmigo, cariño, yo seré feliz.
—Por favor, date cuenta. Nunca me iré de tu lado. ¿Sabes por qué? —él levantó la cabeza y me miró suplicando que nuestro amor no tuviera más limites—. Yo soy tuya, yo ya tengo dueño, yo te tengo a ti.
Su cara se acunó en su cuello, sintió como respiraba su costosa fragancia que le regaló su padrino por el cumpleaños número catorce.
Esa noche llegamos tarde a nuestro compromiso. El tiempo no lo perdimos porque mis labios fueron suyos en ante la escaza luz de donde nos disfrutamos. Casi logro escuchar como nuestros besos chocaban contra las paredes y no dejaban escapar los gemidos que se quedaban prisioneros en nuestra morada. No importa que día fuera o cuan pesado fuera mi día. Yo me entregaba a sus brazos, besaba sus pectorales y me perdía en mi placer. En el placer de estar a su merced.