Mi cabeza sigue sobre la madera de aquella puerta. Tengo tanto miedo de él y de lo que pueda suceder. Parezco una niña pequeña en su primer recital, como un hombre de nula experiencia en una entrevista de trabajo. Como un ratón que espera a que el gato de la casa donde se ha colado pase por la cocina sin percibirlo. Me siento atrapada, tanto que mi estómago arde como si necesitara una pastilla para calmar ese dolor.
Y es ahí, que el seguro de la puerta se suelta, casi puedo sentir su mano morena posándose sobre la manilleta de la puerta y jalándola hacia dentro. Me muevo de inmediato, saltando hacia al frente, esperando que algo malo fuese a suceder conmigo. Ojalá me haya equivocado de puerta, pero no puedo decir aquello, él se encuentra frente a mí.
Después de tanto tiempo, logro verlo a los ojos.
Su mirada ya no es la coqueta de antes, ahora es más seca e intensa, aquellos orbes cafés miran con lentitud aunque tiene una innata confianza. Sus brazos y hombros se han ensanchado más, muy debido a las fuertes prácticas que debe de tener a diario. Ha decir verdad, debe de haber perdido peso y ganado mucho musculo en su contra parte, se mira más osado, pero más serio; un poco menos coqueto y más confiado de lo que solía ser.
Su mirada café oscura impacta contra la mía, que es más pasiva y menos brutal que la suya. ¿Cuánto tiempo debe de haber pasado para quitar aquella sonrisa de su rostro?
—¡¿Tú?! —siento aquello como una pregunta, como si realmente no se creyera de que estoy frente a él, con un corazón abierto a sus mandatos—. Pensé que…
Me remuevo con lentitud.
—Que no me aparecería frente a ti…—contesto, con la voz un tanto trabada, con el miedo justo en la gargantilla—. Llegué y fue un camino muy largo.
No parece creérselo y después de tanto tiempo logro ver aquella acción que no veía. Pasa su mano derecha por detrás de su nuca y sube la mano a rascarse la cabeza –muy rebajada en el corte–, con movimientos que demuestran incredulidad.
—Te fuiste… —sentencia, luego de bajar su brazo y cruzando el otro—. Te marchaste en una discusión y casi sin despedirte. Te fuiste sin un adiós, sin una palabra…
«Sin un último beso que pudiera calmar nuestros ansiosos corazones». Pienso para mí. Bajo la mirada al recordar aquel acto que puedo considerarlo cobarde, pero demasiado necesario.
—Lo siento… —me disculpo como puedo—. No sabía en el terrible estado en el que estábamos.
Soy sincera y más que nada, realista. Necesitaba un poco de aire, de vida, de ganas de perseguir un sueño y él fue el que me ayudó a encontrar ese sentido a mi vida. Volé miles de kilómetros y toque varias puertas, me desvelé horas en la madrugada tratando de arreglar mis escritos. Todo por ser alguien en la vida.
Él tan solo no se permite moverse. Se queda quieto, con la quijada quieta y sus labios entreabiertos, respirando de forma irregular y su pecho inflado, como si fuese a reaccionar de una mala forma.
—No importa —menciona—, igual te fuiste.
Mi mano lentamente sube por mi pecho y se coloca justo ahí, donde duele más, el lugar donde ha lastimado más sus palabras.
Él da un paso hacia atrás, tomando la puerta del filo y me doy cuenta de su acción de inmediato. Piensa irse y dejarme plantada aquí.
—No te vayas, por favor —le suplico—. No es justo que me dejes así.
—¿Igual como tú me dejaste? —Encara, mostrando todo su enojo y la rabia que tiene dentro de su ser, que debe de haberla acumulado desde ya mucho tiempo—. ¿No recuerdas cómo quedé?... Ah, sí, te marchaste antes de poder verme.
Otra vez calan sus palabras dentro de mí y casi puedo sentir un fuerte dolor en la parte baja de mi vientre, como si se tratara de un cólico menstrual.
No quiero volver a disculparme, no quiero volver a hacerlo. No es que no sea mi deseo, tengo vergüenza de hacerlo. Ahora que le doy un rápido vistazo casi puedo jurar que es otro hombre, uno muy distinto al que estuve hace tiempo.
—¿No recuerdas? —él levanta la ceja ante mi pregunta y levanta los hombros en negación ante la interrogante—. ¿No recuerdas lo mucho que me amabas?
—De que sirve recordar algo que es del pasado…
Por favor, por favor recuerda lo mucho que me amaste.
—Hay miles de razones para recordar lo mucho que nos amamos.
Se mantiene callado. Siento que Romel está viendo a su pasado, justo en esa parte donde tiene guardado los mejores recuerdos de nuestro pasado. En aquel lugar donde me sentí en un mundo entero que fue enteramente mío y ese mundo, fue él.
—Sé que quieres muchas respuestas y no puedo darte muchas. Y no porque no quiera. En el fondo sé que ninguna valdrá para ti —musito muy despacio, dando un paso hacia él, tengo la seguridad que lo he puesto nervioso—. Supongo que las ganas de ser grandes y de lograr nuestros sueños, robó nuestro amor.
—No le des la culpa a eso, por favor —chasque la lengua, enojado.
—Te lo dije —sé que se enojaría, y no solo ante esa respuesta sino a cualquiera que le haya dado—. A menudo pienso en qué parte de mi vida me imaginé ambicionar algo con tanta fuerza que te sacrifiqué en ese transcurso. Y te juro que tú jamás estuviste en discusión. Cuando nos enojamos, dijimos tantas cosas que nos herimos. Es ahí que me di cuenta que me equivoqué, cuando me dejé llevar por el enojo.
Observo como sus trémulos dedos que se posan en el filo de la puerta caen muy despacio. Creo que he logrado tocar aquellos finos filamentos que no he osado tocar antes.
—¿Cuándo fue la última vez que yo estuve en tu mente? —cuestiona, tocándose el brazo despacio.
—No has escapado de ahí, ni por un segundo.
Y antes de que quiera buscar una razón para saltar a sus brazos escucho una voz femenina detrás de la puerta que lo llama, que suplica por él y me llevo la idea loca de que una chica con espectacular figura debe de esperarlo en su grande cama. Él voltea y le responde que ira en unos segundos, se voltea hacia mí.