Es cierto que el tiempo no cura las heridas. Algunas permanecen abiertas por mucho tiempo, tanto que es imposible que por sí solas sanen. Nadie puede recuperarse de la noche a la mañana. Incluso los niños pequeños cuando se hieren se permiten chillar para que su madre vaya a consolarlos. Es seguro que Romel encontró a alguien que le seque las lágrimas.
Mi andar es quieto, tan solo el sonido de mi tacón es escucha al bajar los peldaños de está larga escalera. Todavía no sé cómo lo estoy logrando, solo sé que simplemente muevo mis piernas como si estás tuvieran vida, conectando mi situación actual al poco control que tengo sobre mí.
Salgo de aquel alto edificio mientras escucho a los lejos, muy lejano el sonido de los autos haciendo barullo. A la gente no le importa mi estado, tan solo le importa ir a tiempo a sus actividades. Así debió haberse sentido él cuando yo lo dejé.
Entro al pequeño mini market que te tengo cerca. Doy una ojeada al lugar luego de haberme permitido pasar, tan solo voy directo a la caja y con un hilo de voz pido una cajetilla de cigarros. En este momento me importa muy poco la marca y las ‘increíbles’ cualidades que deben de tener. Tan solo agarro la cajetilla junto a una fosforera, le pago a un distante dependiente que no planea ser bondadoso conmigo como tampoco le interesa mi vida amorosa, salgo de su vista.
Cruzo la calle luego de haberme asegurado de un auto no pasara a velocidad por la calle. Aunque, a estas alturas creo que no me importaría mucho si un automóvil me arrolla. Tan solo borro esa idea de mi cabeza al imaginarme tirada en el suelo con alguna pierna quebrada, con una contusión y sangre embarrada en el suelo.
Sostengo el cigarro en mi mano mientras con la fosforera intento encenderlo. Trato de concentrarme, pero realmente es poco, no puedo realmente calmar mi temblorosa mano que no prende la llama de las fosforera.
La llama se activa de golpe luego de dos chispas precisas, la punta del cigarrillo se enciende en fuego y calo de él, aspirando todo esa sensación pesada y ahogante de calmar mis nervios.
Antes de que pueda darle la cuarta calada a mi recién comprado cigarro, pequeñas gotas de lluvia caen sobre mi alrededor. Luego de unos segundos, me doy cuenta que no son unas cuantas gotas o una llovizna ligera, las gotas de lluvia son muy grandes y estampan en mi cara. Justo aquí, en este lugar y en este preciso instante no puedo pensar en lo fría que puede ser o los daños que puede provocarme, lo menos que me importa es pescar una gripe.
Me caigo a fragmentos. No quiero dejar caer mi corazón, en verdad que no me atrevo. No importa si llego a determinarme, lo que sí sé es que aunque no lo haga, ya está muy abajo, desde donde yo lo veo nadie puede reclamar mi corazón.
Todo esto es incierto y estoy rendida.
Jarrieta tan solo lo ve correr por una fuerte lluvia que cae sobre la ciudad, atrayendo a la gente a sus casas y provocando que todos se escondan de las frías gotas que caen del cielo.
—No me dirás que aparte de terraplanista —dice, todo empapado—, ¿también le tienes miedo al agua?
Jarrieta, presa del miedo y de las burlas se resiste a quitarse su doble abrigo, ya que varias chicas están a metros de distancia, bajo techo en la cancha de futbol soccer.
—No le tengo miedo al agua, Romel Gaona —responde con la boca de pato y volteando los ojos con coquetería—. Pero si voy bajo la lluvia, es seguro que enfermaré.
—¿Entonces le tienes miedo a la enfermedad?
Se acerca, con toda la ropa empapada y pegada al cuerpo sobre ella, le toma la mano y Jarrieta casi siente aquellas frías manos que desprenden gotas de agua lluvia sobre sus dorsos.
—Jamás dije que tuviera miedo ni un poco a la enfermedad —la chica de cuerpo ancho no sabe que responder y se idea algo de golpe—. Tan solo es que odio en la forma brusca en la que me da la gripa.
El chico, sin ánimos de darle tregua o aceptar sus objeciones, la toma de las manos y jala de ella, mientras a lo lejos Jarrieta siente como varios ojos se posan en sobre su cuerpo. Él no planea tener piedad con ella.
Él se saca la camisa y la lanza al aire, mientras la lluvia se vuelve más torrencial. Jarrieta tan solo observa con gracia al chico de piel morena, que se divierte bajo la lluvia.
Vuelve a dar un vistazo atrás y entiende que hay cosas que puede perder tan solo por ser aprobada por la gente.
Sacude su cuerpo al sentir la fría lluvia sobre su cara. Se quita el abrigo doble que siempre ha cargado para tapar las longas que se notan más cuando la ropa se pega a su cuerpo. Se avanza a agarrar sus zapatos y se los saca a ambos, los lanza lejos, junto con el abrigo doble, suelta su cabello castaño claro que siempre está bien arreglado y se dedica a buscar lagunas formadas en el piso para saltar sobre ellas y salpicar todo de agua.
Romel toma un poco de agua del suelo con un cuenco formado en su mano y se la lanza a Jarrieta, mientras Romel se carcajea de su acción odiosa.
—¿Estás loco?
Romel le vuelve a tomar las manos y las agarra con fuerza.
—¿Veamos que tanto lo estoy?
Ataca, fascinado de su júbilo.
Juntan sus manos y comienzan a dar vueltas, un giro tras otro, cierra sus ojos mientras la lluvia les empapa más su cara. Hasta que finalmente se cae a carcajadas sobre el anegado suelo entre risas y bromas.
Jarrieta levanta la cabeza, observando aquella bella piel morena que en sus deseos más profundos desea pasarle la lengua y Romel, en su instinto de galán descuidado y poco pertinente, posa sus gruesos dedos en la abultada quijada de la chica, que trata de no ahogarse con las gotas que caen del cielo.
Le da un suave y delicado beso, que le enciende el corazón por entero. Como si el punto diez de satisfacción llegara, jamás pensó en su vida que su primer beso sería así, bajo la lluvia. Donde era una niñata muy tímida que solo pensaba en su feo cuerpo.