Debí Pedirte Que Te Quedaras

Yo Estaré Justo Ahí

 

         Pagué por un cuarto de hotel que no me había salido tan caro. Deposité mi pesada maleta en la cama y arregle un poco mis prendas, objetos personales y el cepillo de dientes (que no puedo dejar nunca). Saqué un pequeño libro de bolsillo y trate de leer un poco, de buscar un pasatiempo que me mantenga ocupada, pero sin duda no puedo hacerlo, todos mis pensamientos me llevan a Romel, de lo que estará haciendo, de lo que lo dejé pensando, en sus ideas, aquellas dudas que deben de ponerlo de cabeza y cada una de ellas es más interesante que la otra.

         Me tumbo sobre aquella fría cama de hotel, que es más helada que los abrazos que se rompieron entre Romel y yo. Entonces, pienso, lo hago constantemente, tratando de buscar una salida a este conflicto que tenemos. No, no quiero rendirme, no deseo defraudarme otra vez a mí misma y dejar que Jarrieta, que yo, que la misma chica gorda y mal vestida pierda al amor de su vida, no, no estoy dispuesta a hacer eso.

         No es mi deseo atarlo tampoco a mí, no soy una obsesiva que va tras de él sin una justificación razonable. Nada de eso. Soy una chica que siente, que ama, que desea con toda la fuerza de su corazón buscar una brecha en él que me deje entrar.

         Puedo ser muy ambiciosa y desesperada, pero cuando el amor te falta, no te sientas a morir simplemente porque no has intentando. Tengo una pequeña oportunidad de tenerlo, de amarlo, de dejar que mi vida repose en sus brazos y no quiero perderlo.

 

 

         Jarrieta todavía recuerda aquella tarde que Romel salió en su defensa después de que sus compañeras de salón le hicieron una cruel mofa por su cuerpo. La chica había levantando los brazos, su blusa salió del dobladillo de su falda –que siempre trata de mantenerla apretada–, dejando ver un poco de su grande panza.

         «Un poco de ejercicio no hace mal» «Es necesario comer más ensalada» «¡Marrana!», fueron varias de las imprudencias que soltaron los más osados del salón.

         Salió llorando de su salón de clases, refugiándose en los baños, ahí, donde nadie podrá verla. Dejarse llevar por el dolor y las ganas de ir a una clínica para que arreglen su deforme cuerpo.

         Romel se dio cuenta de la cruel actuación de sus compañeros y fue tras de ella, buscando de esquina a esquina, gritando su nombre, tratando de encontrarla. Llegó al baño de las niñas, de donde salieron algunos sollozos.  Se meterá en muchos problemas, así que se aseguró de que ningún profesor estuviera cerca, entró al baño y buscó de dónde provenía el llanto.

         —¿Jarrieta?...¿Jarri? —la llama, mientras ella trata de arreglarse un poco, moviendo su cuerpo con rapidez—. ¿Estás ahí?

         —¿Qué haces aquí? —pregunta sorprendida, no era posible que él se metiera al baño de mujeres, si algún adulto lo pilla, terminará en problemas—. ¿Cómo te metiste?

         —Por la puerta —responde con una risa sarcástica—. Vine por ti. Me preocupe. Siento que debo de estar contigo justo ahora y asegurarme de que estés bien.

         —Lo estoy… —le responde insegura.

         —No lo estás —responde por ella, seguro del sentir de la chica de cuerpo ancho—. Saliste llorando del salón. Te marchaste sin ni siquiera defenderte. ¿Por qué te escondes?

         —¡Oh, por favor…! —golpea con el dorso de su mano la pared más cercana. No iba a tolerar esa falta de empatía por parte de él y tampoco vislumbrar algo de compasión barata. Abre la puerta de un solo azote, dejándose ver toda hinchada, con los ojos llorosos, decepcionada y rendida de sí misma—. ¡¿Acaso no me has visto?! ¡La mayor parte de chicas del salón usan tallas ‘S’, mientras yo uso ‘L’!... ¡¿Te has dado cuenta que soy la única de mi salón que no se quita los abrigos aun en los días más calurosos?!... ¡O que la mayoría de chicas habla de maquillaje y revistas de moda, cuando yo ni siquiera sé usar un rímel para ojos!...Soy un desastre como mujer.

         Jarrieta cubrió un poco su rostro, tratando de apartar aquella mirada que la encandila. Se siente defraudada de sí misma, insegura, rota, incapaz de amarse.  

         —¿Me has visto a mí? —pregunta Romel, cansado de la situación, viendo como Jarrieta no hace nada para superarse, como siente pena de sí misma y ella misma se siente inferior al resto por su peso—. Soy un chico de piel negra, Jarrieta. Vengo de una familia pobre y esas dos cosas no me importan. No me siento menos que nadie porque no lo soy, soy mucho más fuerte que algún hijo de ‘papi y mami’, me siento más orgulloso que cualquier blanquillo que se sienta superior a mí. Estamos en el mismo barco, Jarri y aun así, no me siento menos que nadie. Ni mi color de piel, ni tu figura pueden ser una razón para sentirnos excluidos.

         Jarrieta, por primera vez en su vida sintió que alguien la entendía. Que alguien puede darle el significado de la autoestima. Que es mucho más valiosa que aquellas chicas de curvilíneas caderas o más inteligente de aquellas que solo hablan de moda y del artista del momento.

         —Las chicas son muy crueles… —suelta, tratando de limpiar sus mocos—, los chicos casi no se dan cuenta de muchas cosas.

         Romel se sienta sobre el suelo, sin importar que en aquel lugar existan muchas bacterias o que estuviera sucio y pueda manchar su uniforme.

         —Son peores —confiesa con seguridad—. No imaginas lo atroces que son cuando eres pobre y de piel morena…, pero sé que son peores con los gays, ellos se llevan la peor parte.

         Jarrieta se mueve un poco y se sienta justo a lado de él, Romel le sonríe, la chica se siente más aligerada y calmada, sabiendo que otras personas se encuentran mucho peor, como aquel chico al que le hicieron una pesada broma hace poco.

         —Es verdad —asevera, tocándose el puente de la nariz y con algo de desconsideración en sí—. Me enteré de la cruel broma que le hicieron a ese chico homosexual en los baños —tirita de miedo—, no me imagino estar encerrada con una serpiente.



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En el texto hay: desamor, amor, decepción

Editado: 08.11.2020

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