Bajo la luz tenue de una marrón recamara entró Romel, quitándose su atuendo deportivo con ligero dolor en sus músculos. Había entrenado toda la tarde y sin duda había forzado demasiado su cuerpo, tanto que la noche entera sufrirá de calambres. Con una sonrisa logró ver a su joven esposa, sentada sobre un sillón antiguo de la anticuada casa que le obsequió su familiar fallecido.
—Estuve cerca de cinco horas en el trabajo. Entrenando y luciéndome, no has querido ver como el entrenador se ha fijado mucho en mí y en lo que…
Romel hablada de sus entrenamientos como si fuese un trabajo real –que sin duda–, Jarrieta no considera así. Es de esperar que la misma ilusión de Jarrieta sea la misma que la que tiene Romel en ser futbolista. Pero, la revisión del libro y los informes, así como las reuniones han absorbido por entero la vida de la escritora, sin contar que la editorial todavía no se comprometía en pagar nada, como tampoco el ‘trabajo’ de Romel era sustentable. Jarrieta estaba trabajando y realizando un libro desde cero, haciendo varias reuniones en la tarde y noche, haciendo revisiones y correcciones de estilo hasta la madrugada y para rematar, trabajando desde la ocho de la mañana hasta las tres de la tarde de cajera. Sin quitar que la limpieza y la comida del hogar no se hacían solas. En ese tiempo Jarrieta se hundió en unas crisis de no saber qué hacer debido a todas las tareas que tiene encima.
—Quiero hablar contigo —susurra mientras mira una pared en blanco, enseguida el hombre de piel oscura toma una silla y se sienta frente a ella preguntando por su estado, esa noche, Jarrieta hizo algo que le rompió el corazón a aquel hombre—. Lo siento, Romel, pero esto no me gusta. Siento que estoy pérdida en esta vida.
Aquello lo desangra por completo, destripando cada interior de su cuerpo. Obligándolo a sacudirse en sus pensamientos, en olvidar si tenía mucho apetito o en echar un poco de diclofenaco en gel en sus piernas para calmar sus adoloridas piernas, todo eso se le olvidó, incluido lo que tenía que contarle.
—¿Qué quieres decir? —pregunta confundido.
—No me gusta del todo esto —levanta los brazos rendida—. Es complicado para mí sentir esta realidad. Estoy en mi momento soñado, en el lapso donde doy mi gran salto y estoy atada.
Apunta todo a su alrededor y aquella mesa está atiborrada de papeles, hay una máquina de escribir y al fondo la cocina está hecho un desastre, como alguien hubiera librado una batalla ahí dentro. Ella todavía tiene su uniforme de cajera que no se lo ha sacado y hace como dos horas debió meterlo a lavar para tenerlo listo el día de mañana.
Ella realmente no podía hacer lo que deseaba, terminar su libro, dedicarse a su sueño, trabajar por aquello que la apasiona. Al contrario, debe de estar escribiendo, pendiente de cómo va la cena, de la ropa que tiene que sacar de la lavadora y ponerla en la secadora. Der ver cómo hace ciertos pagos y miles de tareas más que incluso ha olvidado.
—¿Dices que yo te estoy deteniendo? —pregunta con los ojos cristalizados y sin el afán de cortar la conexión de miradas.
En ese punto no sabe por dónde iniciar o como recompensar las palabras para que suenen tan hirientes como se escuchan o se sienten. Ha abierto la boca, no siente que deba detenerse, ser directa y clara es más complicado que ser falsa.
—No eres tú —esa pequeña frase descontrola por completo a Romel—. Es la vida que estamos teniendo. Tengo un trabajo deprimente al que no deseo ir todas las mañanas y en las noches he desplazado mi trabajo soñado, pero sin energías para hacerlo porque debo de estar pendiente de todo lo que suceda en esta casa —apunta todo el desastre que se encuentra ahí, al lugar donde no quiere entrar ni de chiste.
Romel intenta tomar mucho aire y piensa bien lo que va a decir, no va a perder el control, ni tampoco desea que las cosas terminen mal. La primera idea que propone es bastante fácil de decir, pero no la ha cumplido.
—Yo puedo ayudarte a cocinar y dejar esta casa en pie.
—¿Y de qué viviremos? —levanta los hombros, al verse ahogada en deudas—. ¿No te has puesto a pensar en eso?
—¡¿Planeas dejarme?! —pregunta con voz fuerte pero quebrada, tanto que no pudo sacarla de sus adentros. Jarrieta tan solo se queda callada y eso le da respuesta que estaba pidiendo—. Te entiendo, tú ya conseguiste lo que querías. Ya tienes un futuro brillante que ha golpeado a tu puerta.
—No solo basta con editar y publicar mi libro. Tendré que ir muchas ciudades y librerías a promocionarme —se aparta de aquellos ojos oscuros a los que no desea ver más—. Tú no entiendes ni un poco lo que significa aquello.
Romel odiaba cuando la gente lo tildaba de estúpido.
—¿Acaso no te pusiste a preguntar en cómo está mi sueño?—la mujercilla tuvo que tragar muy fuerte por aquella pregunta que casi le destruye los huesos. No se podía imaginar algo como eso en estos momentos, realmente está siendo muy injusta con aquel hombre al que dice amar.
Aun dentro de su cabeza queda una frase que la escritora Nora le dijo «muchos hombres intentaran arruinarte». No iba a permitir que alguien la limite, ya había pasado por varios editores y publicistas, no debe parar en ese punto.
—No voy a ser la nueva sensación literaria si sigo siendo alguien quien está tras de una caja registradora.
—Es cierto. ¡Tú eres la chica talentosa! —acepta con lágrimas cayendo de su rostro, con el corazón saliendo de su pecho y reposando en sus manos, con el alma destrozada por aquella que ha jurado amar—. La que publicara su libro en las marquesinas de las librerías más importantes. No podrás quedarte en casa, haciendo el aseo o la comida, ni mucho menos en pensar tener hijos porque eres la mujer quien desea cumplir su sueño sin importarle lo que su esposo negro quiera. Yo solo sé de balones y de futbolistas, no tengo grandes ideas como tú. Eres tú quien tiene algo que decir, no yo. Si deseas irte allá por tu sueño, yo no voy a detenerte porque te amo y deseo que lo cumplas —apunta la puerta de la salida, no va estorbarle, pero tampoco va a intentar aferrarse a ella—. Tan solo te pido que no me dejes.