Decisiones Cruzadas

Capítulo 3

EL ENCUENTRO

Gabriel Scott

- ¿Y entonces? ¿Aceptas? - El tono del Conti era brusco, la pregunta resonaba en el aire húmedo y oscuro del galpón.

Un escalofrío, más de adrenalina que de miedo, me recorrió la espalda. Sonreí, una mueca que apenas disimulaba la euforia que me bullía en las venas.

- ¿Por qué mejor no hacemos algo? Si no lo logro, me matas, si lo hago, me das todo lo que tienes. No es un trabajo fácil, ¿verdad? - La risa que escapó de mis labios fue genuina, llena de la arrogancia propia de quien se siente al borde del peligro, pero confiado en sus propias habilidades.

- Scott, Scott, Scott... trato hecho - La sonrisa del guardia era una mueca sin gracia, pero sus ojos reflejaban una extraña admiración. Me estrechó la mano con fuerza; un apretón que transmitía tanto amenaza como acuerdo. Salí del galpón, dejando atrás el olor a humedad y a riesgo.

El rugido del motor de mi moto fue una bienvenida sinfonía a la libertad. Me puse el casco, sintiendo el cuero frío contra mi piel, y la adrenalina se disparó al sentir el peso de la máquina bajo mis pies. El rugido se intensificó al arrancar, un empujón visceral que me lanzó hacia adelante. A 220 kilómetros por hora, el viento era un torrente que me golpeaba sin piedad, pero yo lo recibía como una caricia. Euforia pura. La carretera se extendía ante mí, oscura y sinuosa.

Una curva cerrada apareció de repente. Sin dudarlo, aminoré la velocidad, incliné la moto, sintiendo la fuerza centrífuga intentando desequilibrarme. La máquina vibraba bajo mi control. Salí de la curva a 240 kilómetros por hora, la adrenalina explotando en mis venas, un éxtasis que solo la velocidad podía proporcionar.

Llegué a casa de mis padres. La sala estaba abarrotada de gente. Inversionistas, según me dijeron. Viejos aburridos, irrelevantes. Pero mis padres, con su obsesión por las apariencias, esperaban mi comportamiento angelical. Una sonrisa forzada fue mi respuesta a sus expectativas. No me gustaba fingir, ni estudiar, ni nada de eso. Estudiar era una pérdida de tiempo. Lo que me gustaba era la adrenalina, la libertad, no estar sentado escuchando a un idiota.

Subí a mi habitación, agradecido por la excusa de una ducha caliente. Bajé, listo para salir con mis amigos. Agarré mi casco, a punto de subirme a la moto, cuando lo vi: un cachorro, peludo y perdido, mirándome con unos ojos enormes e inocentes. Un sentimiento inesperado, algo parecido a la ternura, me invadió. Lo tomé con cuidado, lo llevé a mi habitación, tratando de ser sigiloso. Mis padres se enfadarían si se enteraban. Le di de comer y agua, lo encerré con cuidado y bajé de nuevo.

- ¿Pero a quién tenemos aquí? - La voz de Isaac, burlona, me sacó de mis pensamientos.

- Cállate, imbécil - respondí, mi tono era brusco, pero una sonrisa juguetona se dibujaba en mis labios.

- ¿Un trago? - Otro de mis amigos se acercó, ofreciéndome una bebida.

- Un Bacardi - respondí, sin vacilar.

- ¿Mal de amores? - Isaac me observaba con curiosidad.

- Sabes que no creo en eso. - Mi respuesta fue automática, una frase que había repetido tantas veces que ya formaba parte de mi identidad.

- Lo había olvidado.

- Normal de ti - dije, riendo. El sonido de mi risa resonó en el bar, un sonido que ocultaba un vacío que ni siquiera yo comprendía.

- Otro - pedí al barman. El Bacardi ardía en mi garganta, un fuego que calentaba la frialdad que sentía en mi interior.

- Amigo, mañana son las carreras, no faltes.

- Estás idiota si crees que faltaré. Esa carrera es mía - Mi voz resonaba con confianza, pero un nudo de ansiedad se formaba en mi estómago.

- Así te quiero. Tienes que ganar, no podemos dejar que Víctor nos gane.

- Soy peor que la bestia, ¿quién podría conmigo? - La risa que escapó de mis labios era una mezcla de arrogancia y nerviosismo.
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Mensaje nuevo; Madre

- Vente de donde quiera que estés, tenemos una cena.

- Estoy ocupado.

- No te pregunté si estabas ocupado.
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- Me voy, tengo cosas que hacer. Mi tono era seco, cortante.

- ¿Qué cosas? - La curiosidad de mis amigos era evidente.

- No son de su incumbencia.

***

- A veces creo que no eres mi hijo, haces lo que te da la gana - La voz de mi madre era un reproche constante, un eco de la frustración que sentía hacia mí.

- Madre, basta, tengo 18 años. Mi paciencia se agotaba.

- Vale, pero no haces nada. ¿En qué andas metido? - la pregunta era una acusación velada.

- ¿En qué podría andar metido? - Mi respuesta fue sarcástica, llena de resignación.

- Mira, esto es una advertencia, o haces una vida, o... - La amenaza latente en su voz me irritó.

- ¿O qué? - Mi tono era desafiante.

- No vivirás de lo nuestro. - Sus palabras me resbalaron, sin afectar mi determinación.

- De todas formas no lo hago.

- Vete a arreglar.

La discusión era un ritual, una repetición cansina de un conflicto que no tenía solución. Me puse unos jeans y una remera holgada, sin ganas de complacerlos.

Tocaron el timbre. Emilia, la mucama, abrió la puerta. Entraron una pareja y su hija. Entonces, algo cambió. Sus ojos... verdes, como esmeraldas... se encontraron con los míos. Un cosquilleo, inesperado y electrizante, recorrió mi cuerpo. Saludaron a mis padres, nos presentaron... y otra vez, la mirada de la chica, Stefanía, se cruzó con la mía. Era atractiva, con el pelo largo y ondulado, y unos preciosos ojos color esmeralda. No podía creerlo. A mí, que ninguna mujer después de Sonia había logrado impresionarme... ¡esto era increíble!

La cena fue una tortura. La misma conversación de siempre sobre negocios, un monótono murmullo que apenas lograba captar mi atención. Yo, sin darme cuenta, la miraba constantemente. Ella parecía ensimismada en sus propios pensamientos. Me sentía un completo idiota.




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