UNA ILUSIÓN
Gabriel Scott
La rabia me recorrió como una torrente, ardiente y descontrolada. Dejé atrás a Sonia, sin siquiera mirar hacia atrás, y corrí tras la camioneta oscura que se alejaba rápidamente. Quería explicarle a Stefania que lo que había visto era un error, que no era lo que parecía. Pero era demasiado tarde. La camioneta se había ido, desapareciendo en la carretera.
Me detuve en medio de la calle, jadeando y con el corazón latiendo a toda velocidad. La impotencia se apoderó de mi cuerpo, paralizándome.
- ¡Mierda! - grite con el corazón acelerado
El sonido de la camioneta se había desvanecido, reemplazado por el silencio absoluto de la noche.
- Stefania, no, no puede ser - dije viendo cómo se iba.
- ¿Qué sucede? - preguntó Sonia detrás mío, me había seguido, su tono de voz era tan repugnante.
- ¡Mierda! ¡¿Para qué carajos volviste?! ¡No hubieras vuelto! ¡Arruinas mi vida cada vez que estás! - grite al ver lo que había ocasionado ese estúpido beso.
¿Por qué me sucedía esto? ¿Por qué mierda Sonia aparecía? Solo buscaba arruinarme de nuevo, solo quería dinero. A mí solo me gustaba Stefania, lo admitía. Era un secreto que guardaba en lo más profundo de mi ser, era un deseo silencioso.
Tomé el Ferrari y me lancé por la carretera, hacia el departamento que había alquilado. Era un lugar viejo, con un aroma a humedad y abandono que se impregnaba en la piel. Abrí la puerta y me lancé sobre el primer objeto que encontré a mi paso. Una vieja silla de madera que crujió bajo mi empuje, rompiéndose en mil pedazos.
La furia me consumía, la impotencia me hacía perder el control. Empecé a destruir todo lo que encontraba a mi paso, los muebles desvencijados, la lámpara de pie con la pantalla rota, la mesa del comedor. El sonido de la madera al romperse y el olor a polvo y desesperación me envolvían.
- ¡MIERDA! ¡MIERDA! - mi voz temblaba ligeramente.
Me derrumbé en el suelo, rodeado de los restos de mi rabia. La botella de whisky que encontré en un cajón polvoriento se convirtió en mi única compañía. La bebida fría recorrió mi garganta, un fuego líquido que me quemaba por dentro.
No había oportunidad, ya no. Ninguna oportunidad con ella.
El departamento se convertía en un reflejo de mi estado, un lugar de destrucción y desesperación. La imagen de Stefania, su mirada decepcionada, sus ojos brillosos, se proyectaba en cada rincón de mí.
Las luces de los edificios y las calles entraban por las ventanas del departamento, creando un efecto de destello y sombra en la habitación oscura. El ruido de los autos y las motocicletas que circulaban por la calle principal se escuchaba con claridad, mezclándose con el sonido de la música que provenía de algún lugar lejano.
La habitación estaba en silencio, excepto por el sonido de mi respiración agitada. La oscuridad era casi palpable, y solo se rompía por la luz de las estrellas que se filtraba por las ventanas.
El whisky comenzaba a hacer efecto, desdibujando las líneas de la realidad. Las emociones se intensificaban, un torbellino de dolor y rabia que me arrastraba al fondo de mi propio abismo.
Stefanía Lancaster
Decidí darme la vuelta. El corazón era un puño apretado en mi pecho, me impedía respirar. Si Gabriel tenía a alguien más... ¿por qué jamás me lo dijo? Había sido una estúpida, dejándome llevar por una ilusión que él nunca alimentó. Su simpatía, su amabilidad... solo una máscara, una pantomima que había interpretado a la perfección. Di media vuelta, dispuesta a volver, a enfrentarme a la realidad que me golpeaba con la fuerza de un mazo, cuando choqué con alguien. Joel.
- ¿Qué hacías cantando? ¿Sabes lo que dirían nuestros padres si supieran que has cantado? - Su voz, áspera y acusadora, me sobresaltó. La preocupación en sus palabras se mezclaba con un tono ligeramente condescendiente que me irritó.
- ¿Qué es lo que estás haciendo aquí? - le respondí, intentando controlar el temblor en mi voz. La imagen de Gabriel con alguien más se mantenía viva en mi memoria.
- ¿Qué carajos importa eso? Dime qué mierdas hacías tú cantando - replicó, su tono brusco y desafiante.
- No tienes derecho a decirme nada. Es lo que a mí me gusta y ni mis padres ni tú tienen derecho a reclamarme algo - le espeté, mi voz era temblorosa pero firme. Necesitaba defenderme.
- Stefanía, ¡despierta! Sabes que cantar no es para ti - Su comentario, hiriente y desconsiderado, me hizo estallar en lágrimas.
- ¡Basta, déjame en paz! - grité, el dolor y la frustración se desbordaban en un llanto incontrolable. Joel, con su falta de comprensión, se sumaba al tormento que ya me carcomía.
- Vamos, nos vamos a casa - su voz ahora era más suave.
Subimos a la camioneta de mi hermano, el silencio entre nosotros era pesado y opresivo. El trayecto fue un viaje en el que el silencio se convirtió en un cómplice de mi dolor.
- ¡¿Cómo se te ocurre?! ¡Te hemos dicho que eso no es para ti! ¡Y con esa ropa! ¡Mírate, pareces una cualquiera! - gritó mi padre, su voz llena de furia.
- Es lo que a mí me gusta hacer. ¿Y qué? ¡No me lo pueden prohibir! - respondí, mi voz temblorosa, pero mi espíritu aún se negaba a doblegarse.
- ¡Ten cuidado cómo te diriges a nosotros, Stefania! - gritó mi padre, su rostro estaba enrojecido por la ira.
- Estás castigada. De ahora en más, Joel te llevará y te retirará del colegio, y a toda fiesta él te acompañará - sentenció mi madre, su voz firme e implacable.
- ¡¿Qué?! ¡Por supuesto que no! - protesté, pero mis palabras se perdieron en el eco de su decisión.
- Ya está dicho - dijo mi madre.
Subí rápidamente a mi habitación. Apenas entré, me tiré a la cama y comencé a llorar. No sé si lloraba más por el reto de mis padres o por el beso de Gabriel con esa mujer. Estaba destrozada. Sin darme cuenta, con lágrimas en los ojos, me dormí.