Decisiones Cruzadas

Capítulo 19

LA VENGANZA

Stefanía Lancaster

- Es un idiota, ¿cómo se atreve a hacerte eso? - dice Lucía con el rostro encendido por la rabia. Sus ojos, normalmente brillantes y llenos de vida, ahora reflejan una tormenta de indignación. El aire mismo parece vibrar con su enojo.

Me niego a responder. La amargura me sube por la garganta, un nudo de frustración que me impide hablar. Había sido una estúpida, una completa ilusa. Nunca debí confiar en Gabriel, ese... ese imbécil. Ni siquiera tuvo la decencia de avisarme que no asistiría a nuestra cita. El silencio en la habitación se vuelve denso. El peso de la decepción me aplasta, un peso físico que me hace hundirme en la silla.

- Sé que duele, Stefi - dice con voz suave, pero firme - Pero no te mereces esto. Él es el que ha perdido algo valioso, no tú.

Sus palabras, aunque sencillas, tienen el poder de calmar la tempestad que se agita en mi interior. Un pequeño rayo de esperanza comienza a abrirse paso entre las nubes de tristeza.

- Lo sé... - susurro - Pero... es difícil. Sentía... sentía que era diferente. Que él era diferente.

- No todos son como los pintan, Stefi. A veces, la gente nos decepciona, y eso duele. Pero no significa que tú seas menos valiosa, o que no merezcas la felicidad.

Un silencio cómodo se instala entre nosotras, un silencio lleno de comprensión y apoyo mutuo. El peso de la decepción sigue presente, pero ahora se siente menos agobiante, menos solitario. Me siento agradecida por la presencia de Lucía, por su amistad incondicional. Su apoyo me da la fuerza para comenzar a procesar lo sucedido, para aceptar la realidad y seguir adelante.

- Gracias, Lucía - digo finalmente, con una sonrisa débil pero sincera - De verdad, gracias.

- De nada, Stefi. Siempre estaré aquí para ti. Y ahora... creo que deberíamos bajar.

- Sí, tienes razón.

Nos levantamos y salimos de la habitación, dejando atrás el eco de la decepción. Al bajar las escaleras, el aroma de la cena nos envuelve, un olor cálido y reconfortante. Mi madre nos recibe con una sonrisa, su mirada llena de cariño.

- La cena está lista, mis niñas - dice mi madre, su voz cálida y amorosa. Su mirada se posa en mí, llena de comprensión.

- Ahí vamos - digo con una sonrisa más firme esta vez. La decepción aún persiste, pero ya no me paraliza.

Gabriel Scott

- ¡¿Estás loco?! - exclama Isaac, sus ojos desorbitados reflejan el terror que la embarga. Su voz, aguda y llena de pánico, resuena en la pequeña sala. El aire está cargado de tensión, la atmósfera opresiva como una mano que aprieta el pecho.

- Que no, no sucederá nada - respondo con firmeza. La adrenalina me recorre las venas, una mezcla de terror y determinación que me impulsa a actuar. Isaac, parece paralizado por el miedo, sus ojos reflejan la confusión y la incredulidad.

- Nos encontrarán y nos matarán. ¿Qué es lo que no entiendes? - su voz es un susurro apenas audible, pero la angustia que transmite es palpable.

- Nadie nos matará. Tenemos que irnos de aquí - digo, mi voz es más una afirmación que una súplica. Isaac no tiene más opción que aceptar, su silencio es una aceptación resignada.

Luego de media hora de viaje frenético, llegamos a la casa de mis padres. El ambiente está cargado de una tensión palpable; el silencio es ensordecedor, roto solo por el latido acelerado de mi corazón.

- ¡¿En dónde te habías estado?! ¡¿Acaso tienes idea de lo que ha sucedido?! ¡Nos han mandado amenazas! - El grito de mi madre es como un balde de agua helada que me cae encima. Sus palabras, pronunciadas con una mezcla de rabia y desesperación, me golpean con la fuerza de un puñetazo.

- ¿Qué? - pregunto, mi voz es un susurro, mi mente lucha por procesar la información. La realidad se desmorona a mi alrededor, dejando al descubierto un panorama mucho más oscuro y peligroso de lo que jamás imaginé.

- Dime, Gabriel ¿En qué estás metido? Creo que ya no tienes nada que ocultarnos - espeta mi padre, su voz grave y autoritaria, llena de una mezcla de preocupación y reproche.

- No se preocupen, estará todo bien - respondo, aunque las palabras suenan huecas a mis propios oídos. El miedo se mezcla con la culpa, la angustia me oprime el pecho.

- ¡Gabriel! - exclama mi madre.

- ¡¿Qué es lo que quieres?! - respondo, mi paciencia se agotaba. La tensión acumulada estalla en un grito, una descarga de adrenalina que me libera momentáneamente del peso de la culpa.

- ¡A mí no me gritas! Soy tu madre - replica mi madre, su voz temblorosa, pero firme.

- ¡¿Y qué?! ¡¿Acaso eras mi madre cuando era un niño?! - contraataco, mis palabras son crueles, hirientes, pero la rabia me ciega. La culpa se mezcla con la amargura, una mezcla explosiva que me hace decir cosas que luego lamentaré.

- Gabriel, cállate, estás acabando con mi paciencia - dice mi padre.

Subo rápidamente a mi habitación. Necesito un momento para procesar todo, para calmar la tormenta que me azota. Me cambio de ropa. Al volver a bajar, Isaac me entrega un celular.

- Vámonos, mientras menos andemos por aquí, mejor - habla Isaac. Asiento sin decir una palabra. La huida es nuestra única opción.

Nos instalamos en una pequeña cabaña alejada de la ciudad, un refugio improvisado en medio de la nada. Isaac se marcha, dejándome solo con mis pensamientos. Aprovecho la soledad para mandarle un mensaje a Stefanía, una súplica desesperada que queda sin respuesta. Sé que me odia, y la culpa me corroe por dentro.

***

- ¿Queda claro cómo vamos a atacar? - pregunto, mi voz es fría y calculadora. Los hombres sentados alrededor de la mesa, rostros curtidos por la experiencia, me miran con una mezcla de admiración y temor.

- Sí, joven - responden al unísono, sus voces son un murmullo monótono.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.