UNA MENTIRA
Gabriel Scott
Teníamos todo listo. Me coloque el revólver en la cintura, subimos a la camioneta y nos dirigimos a la fiesta. Era un evento de lujo, nuestro objetivo atacar a unos de los hombres más poderosos de la mafia. Guantes y máscara puestos, di la orden y entramos.
El DJ cortó la música de golpe, el silencio repentino más ensordecedor que el estruendo de los bajos segundos antes. Un grito agudo, seguido de otro, y luego el sonido inconfundible de disparos. Las luces de colores se convirtieron en sombras erráticas mientras la gente se dispersaba, un mar de cuerpos que se empujaban y gritaban. Cristalería se rompía bajo los pies, el olor a alcohol se mezclaba con el metálico aroma de la sangre. Vi a uno de mis hombres, rostro oculto tras una máscara, derribar a un tipo corpulento que intentaba sacar un arma. Otro hombre, más rápido, ya había reducido a dos mujeres que intentaban esconderse bajo una mesa. El caos reinaba, la música reemplazada por los gritos, los disparos y el sonido de los cuerpos que caían al suelo. Yo me movía entre la multitud, un fantasma en medio del pandemonium, mi arma lista, buscando el objetivo principal. La fiesta se había convertido en un campo de batalla. Lo encontré cerca de la barra, rodeado de guardaespaldas, pero visiblemente nervioso. Di la señal a mis hombres, un movimiento casi imperceptible de la cabeza. El caos se intensificó. Los guardaespaldas, cayeron uno tras otro. El objetivo, sin embargo, era más escurridizo. Intentó escapar, pero lo intercepté cerca de la salida de emergencia. Lo sujeté por el cuello, la máscara apretada contra su rostro, sintiendo su respiración entrecortada. Sus ojos, llenos de pánico, reflejaban el terror de la situación. Le di la orden a uno de mis hombres para que lo atara y lo sacaran de allí.
El sonido de las sirenas, cada vez más cerca, la policía ya estaba entrando, sus armas apuntaban hacia la oscuridad. Sabíamos que no podíamos quedarnos. Habíamos logrado nuestro objetivo, pero la verdadera prueba era escapar. Ordené a mis hombres que se dispersaran, cada uno con un objetivo claro: salida por la parte de atrás, atravesar el bosque, y llegar al punto de encuentro. La adrenalina corría por mis venas. Corrí con la agilidad de un animal salvaje, saltando por encima de mesas y cuerpos, esquivando la lluvia de balas que resonaba en el lugar. La policía, confundida por el caos y la oscuridad, no podía seguirnos.
El motor de mi auto rugió, un bramido que se unió al de otros dos coches que salían disparados tras de mí. Pisé el acelerador a fondo, dejando atrás la escena del crimen en una nube de polvo y neumáticos chirriantes. Las sirenas ya sonaban a lo lejos, pero nuestros coches eran rápidos, y habíamos planeado la ruta de escape con precisión. Mis hombres, en los vehículos que me seguían, mantenían la formación, cada uno listo para cubrir al otro. Poco a poco, las sirenas se fueron apagando, hasta que solo quedó el rugido de nuestros motores y el silencio de la noche.
Lo que parecía un simple secuestro era parte de un plan mucho más grande. Los secuestrados eran piezas clave en una guerra entre dos organizaciones criminales. Al secuestrarlos, habíamos desatado una guerra. Ahora, teníamos que proteger a los secuestrados de ambas partes mientras intentamos salir con vida.
***
- ¿Qué haces aquí, Scott? - preguntó el Conti, su sonrisa habitual, una máscara que ocultaba la fría crueldad que conocía tan bien. El almacén olía a humedad y a miedo, un olor que se había grabado en mi memoria desde mi último secuestro.
- El trabajo está hecho - respondí, mi voz firme a pesar de la tensión que me recorría - Tal como me pediste.
- Excelente - dijo Conti, su tono falso y empalagoso-. Sabía que podíamos volver a trabajar juntos. Eres... eficiente. Pero hay una última tarea. Una prueba de lealtad.
- Dime, Conti.
El trayecto hasta el nuevo almacén fue una agonía. Esta vez, el lugar era diferente, más grande, más oscuro. Un edificio industrial abandonado, con ventanas rotas que dejaban pasar la fría luz del atardecer. Era el mismo lugar en donde me había secuestrado la última vez. Cuando entramos un dolor se hizo presente en mi.
Stefanía. Atada a una silla de metal, su rostro pálido, sus ojos hinchados por las lágrimas. Su cabello, normalmente tan brillante, estaba sucio y desaliñado. Sus manos y pies estaban amoratados, las marcas de las cuerdas aún visibles en su piel. Un dolor punzante me atravesó el pecho, un dolor tan intenso que me costaba respirar.
- Toma - dijo Conti, entregándome un arma -. Solo así podré asegurarme de que no me traicionas. Sé lo importante que es esta niña para ti. Esta es tu última prueba.
- ¿Qué? - pregunté, mi voz apenas un susurro. No podía creerlo. ¿Matar a Stefanía?
- No te hagas el inocente, Scott - Conti se burló, su sonrisa una mueca cruel
- Demuéstrame que eres de fiar. Pero antes... - su voz se volvió más siniestra - dejemos que diga sus últimas palabras.
Conti le quitó el trapo sucio que le cubría la boca. Stefanía jadeó, intentando recuperar el aliento. Sus ojos, rojos e hinchados, se encontraron con los míos. Sus labios temblaban.
- Gabriel... - susurró, su voz apenas audible - Nunca debí confiar en ti. Eres.. eres una persona despreciable, me salvaste de todos menos de tí... - dijo apenas, soltando lágrimas.
- Ya sabes quién soy en realidad - interrumpí, mi voz fría y distante - No soy el hombre que creías que era, todo fue mentira. - ella rompió el llanto.
- Scott, ¿terminamos con esto? - preguntó Conti, impaciente.
Asentí, mi cuerpo entumecido por la desesperación. Apunté el arma a Stefanía, mis manos estaban firmes. La miré, su miedo palpable. Me mostré sin sentimientos. Ella cerró los ojos, esperando su muerte.
En un movimiento rápido, giré el arma, apuntando hacia Conti. El disparo resonó en el almacén, un trueno que rasgaba el silencio. Conti cayó al suelo, su cuerpo convulsionando. Los otros hombres reaccionaron, pero ya era demasiado tarde. Los eliminé uno tras otro, la adrenalina corría por mis venas. Las lágrimas brotaron de mis ojos, un torrente de alivio y culpa.