ROMPECABEZAS
Stefanía Lancaster
- ¡Dejen...! - la frase quedó inconclusa, sofocada por una mano que me tapó la boca con brutalidad. El mundo se volvió un torbellino de confusión y terror. Me arrastraron, sin contemplaciones, hacia un lugar oscuro y lúgubre. El hedor a humedad y a polvo rancio me golpeó en la cara, un presagio de lo que me esperaba. Era un galpón viejo, casi en ruinas, con paredes de madera podrida y un techo que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. El sol apenas se filtraba a través de las grietas, creando sombras inquietantes que danzaban en el suelo polvoriento.
Me empujaron contra una silla de madera, tosca y desgastada por el tiempo. Las cuerdas ásperas se apretaron alrededor de mis muñecas y tobillos, atándome con firmeza. Sentí el frío de la madera contra mi piel.
Sonia, con una sonrisa cruel y burlona, se acercó.
- Es una pena que ya no haya nadie que pueda ayudarte, ¿cierto? - dijo, fingiendo una tristeza que no sentía. Sus ojos, dos pozos oscuros y vacíos.
- Eres una miserable - logré decir, mi voz apenas era un susurro. La sonrisa de Sonia se amplió, revelando una mueca de satisfacción. Luego, con un gesto brusco, recuperó su compostura. - Tapenle la boca - ordenó, con voz fría y autoritaria. Una de sus acompañantes me amordazó con una cinta, asfixiando mi grito de desesperación.
El dolor era omnipresente, un tormento físico y emocional que me carcomía por dentro. Sentía cada nudo de las cuerdas, cada roce de la madera contra mi piel. Pero, a pesar del sufrimiento, una chispa de esperanza seguía viva en mi corazón. Esa certeza, aunque débil, me mantenía aferrada a la vida. La preocupación por Gabriel era una losa pesada en mi pecho. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Sabía, con una amarga certeza, que todo esto era culpa de él. Su traición era la raíz de mi sufrimiento.
Con todas mis fuerzas, comencé a luchar contra las ataduras. Cada movimiento era una tortura, un nuevo pinchazo de dolor en mis muñecas y tobillos. Pero la desesperación me impulsaba a seguir intentando, a no rendirme. Después de un tiempo que pareció una eternidad, logré desatarme. Mis manos y pies estaban hinchados, rojos y doloridos. Un mareo intenso me invadió, casi me hizo caer al suelo. Me levanté con dificultad, tambaleándome, buscando algo que pudiera usar como defensa. Mis ojos recorrieron el galpón, deteniéndose en un viejo ladrillo descascarillado, a punto de romperse. Era mi única arma, mi única esperanza en ese lugar lúgubre y solitario. Lo tomé con fuerza, sintiendo su frialdad en mi mano.
Gabriel Scott
- ¡No está! - mis puños se cerraron con fuerza, la sangre hirviendo en mis venas. La desesperación me apretaba el pecho como una morsa. ¿Dónde podría estar Stefanía? La habíamos buscado por todos lados, sin descanso, sin éxito. El agotamiento físico y mental era abrumador, pero la preocupación por ella era aún mayor.
En ese momento, uno de mis hombres entró en la habitación. Su rostro, normalmente sereno, reflejaba una mezcla de preocupación y alivio.
- Joven Scott, hay noticias.
- Dime - respondí, con una pizca de esperanza en mi voz.
- La señorita Stefanía se encuentra en Irati.
- ¡¿Qué?! - exclamé, alterado, la noticia impactándome como un rayo. La tensión en el ambiente se cortó con un cuchillo. Un torbellino de emociones.
- Hemos rastreado a los secuestradores - el hombre me tendió unas fotografías. El rostro de Sonia, esa mujer despiadada, una imagen que me desató una furia incontenible. Ella era la culpable. Me las pagaría. - Cuando se enteraron de que habíamos comenzado la búsqueda, decidieron salir de Madrid. Los hemos rastreado hasta Irati.
- ¡Preparen los vehículos! ¡Salimos ya! - ordené, mi voz resonó con una determinación férrea. El tiempo era esencial. Cada segundo que pasaba Stefanía estaba en peligro. Ajusté mi arma en el cinturón.
Salí del lugar con paso firme, la imagen de Stefanía, atada y vulnerable, me impulsaba hacia adelante, alimentando mi determinación. No descansaría hasta tenerla de regreso a mi lado, a salvo.
Stefanía Lancaster
De repente, las pesadas puertas de madera del galpón crujieron, abriéndose con un chirrido que resonó en el silencio. Mis manos temblaban incontrolablemente. Un hombre apareció en el umbral, su rostro reflejó sorpresa al verme. Mis ojos, llenos de una mezcla de terror y desesperación, se clavaron en los suyos. Antes de que pudiera reaccionar, antes de que pudiera siquiera procesar lo que estaba sucediendo, levanté el ladrillo y se lo lancé con todas mis fuerzas contra la cabeza. El impacto fue seco y contundente. El hombre se desplomó al suelo, inconsciente, una mancha oscura se expandió rápidamente en su cabello.
La sangre, caliente y viscosa, brotaba de la herida. La desesperación me invadió, fría y paralizante. Había matado a alguien. La realidad de mis actos me golpeó con la fuerza de un mazo. Mis manos, temblorosas, se aferraron al arma que llevaba el hombre caído. Con movimientos torpes y vacilantes, le quité el revólver. Miré hacia la puerta, pero no había nadie. Aprovechando la oportunidad, salí corriendo del galpón.
Me encontraba en medio de una maraña de plantas, algo parecido a un bosque denso y tupido. El pánico me empujaba hacia adelante, mis piernas moviéndose automáticamente. Pero de pronto, me encontré cara a cara con otro hombre, corpulento y mucho más alto que yo. Vino hacia mí con paso amenazante. Sin dudarlo, sin tiempo para el miedo, apunté el arma y disparé. El disparo resonó en el silencio, cortando el aire. Nunca antes había disparado un arma, nunca había matado a alguien. El peso de mis actos me aplastaba, pero no tenía opción. Esa gente no tenía consideración con nadie.
Comencé a correr entre los árboles, buscando una salida, una escapatoria. Pero el bosque parecía no tener fin. Corrí sin parar, hasta que finalmente alcancé una ruta lejana, una carretera solitaria. Mis dedos estaban cubiertos de sangre, mis ropas rasgadas. Sentía que en cualquier momento me desmayaría. Intenté hacer señas a los autos que pasaban, pidiendo ayuda. Pero nadie se detenía. ¿Quién confiaría en alguien que estaba completamente cubierta de sangre, con un aspecto tan espantoso? Ni yo misma lo haría.