Decisiones Cruzadas

Capítulo 41

EL PESO DE LOS ERRORES

Gabriel Scott

El único colchón en la habitación apenas me ofrecía consuelo. Mi cuello protestaba con cada movimiento, recordándome la incomodidad del sillón donde había pasado la noche. El aroma a pan recién horneado me despertó de un sueño ligero. Me levanté con lentitud, la rigidez en mi cuerpo contrastando con la calidez del dulce olor que emanaba de la pequeña cocina. Stefanía estaba allí, ataviada con un delantal demasiado grande para su figura esbelta, sus movimientos fluidos y precisos mientras manipulaba la masa. Una sonrisa involuntaria se dibujó en mis labios al verla.

Me acerqué con cautela, saboreando el aroma a canela y azúcar que llenaba el aire. Era un olor reconfortante, familiar, un antídoto contra la amargura que me acompañaba desde hacía meses.

- Huele bastante bien - dije, mi voz aún ronca por el sueño.

Stefanía se giró, sorprendida, pero su rostro se iluminó al verme. Era una sonrisa radiante, la clase de sonrisa que podía disipar cualquier tormenta.

- Lo hice para el desayuno - su voz suave como la seda. Sirvió unos dulces recién horneados, pequeños bocados dorados que parecían recién salidos de un cuento de hadas. Su aspecto era tan tentador que no pude resistirme. Tomé uno y lo llevé a mi boca. El sabor, era una explosión de dulzura y especias, me transportó a un lugar de paz y tranquilidad, un lugar donde el peso de mis acciones parecía desvanecerse.

- ¡¿Qué haces?! - exclamó, su voz llena de una mezcla de sorpresa y reproche.

- Probarlos - respondí, con la boca llena, mi sonrisa traviesa.

- Todavía no está el café - dijo, pero su tono no era de reprimenda, sino más bien de divertida complicidad.

- Lo siento - dije, levantando las manos en señal de rendición, mi sonrisa aún presente.

Mientras ella preparaba el café, observé la pequeña mesa de madera, desgastada por el tiempo, pero llena de un encanto rústico. La habitación era pequeña, sencilla, pero acogedora, un refugio contra el torbellino de mi vida. El aroma del café recién hecho se mezcló con el de los dulces, creando una atmósfera cálida y reconfortante.

- Está muy bueno - dije saboreando el café y el dulce en mi boca.

- Que lo disfrutes - respondió Stefanía, sus ojos brillaban con una intensidad que me dejó sin aliento. Me observaba con una mezcla de curiosidad y afecto, como si intentara descifrar el enigma que era yo. Sabía que sería difícil que volviera a confiar en mí plenamente, que el daño que había causado era profundo y duradero. Pero en sus ojos, en la calidez de su mirada, vi un atisbo de esperanza, un destello de ese amor que parecía latir con la misma fuerza en nuestros corazones.

En ese momento, el insistente zumbido de mi celular interrumpió la paz del momento. Era mi padre. Una punzada de miedo me recorrió la espalda al ver su nombre en la pantalla. La expresión de mi rostro debió delatar mi inquietud, porque Stefanía me miró con una mezcla de preocupación y curiosidad.

- Padre - dije.

- Gabriel, tu madre... está muy grave - la voz de mi padre, quebrada por el llanto, llegó a mis oídos como un golpe.

- ¿Qué le sucedió? - pregunté, mi voz exaltada, el miedo se apoderó de mí.

- Ella... - un sollozo interrumpió sus palabras- ...ella ha tenido un infarto.

El dolor me atravesó como un puñal, un dolor físico que se extendía por todo mi cuerpo, paralizándome.

- Ahora mismo voy, mándame la dirección del hospital - dije, cortando la llamada.

Stefanía me miraba con los ojos llenos de preguntas, buscando una explicación que yo mismo no tenía.

- Mi madre ha tenido un infarto - dije, mi voz apenas audible - Debo irme.

- Iré contigo - dijo, tomando mi brazo con firmeza.

- Claro que no, te quedas aquí - respondí, mi voz más firme de lo que sentía.

- Por favor, déjame ir - insistió, su mirada suplicante. Dudé. La idea de dejarla sola me producía una profunda inquietud. Si se quedaba sola, podría correr peligro. Con un suspiro de resignación, asentí.

Tomé las llaves del Ferrari y salí disparado. La imagen de mi madre, pálida y débil, se apoderó de mi mente. Sabía, en lo más profundo de mi ser, que su estado era, en parte, mi culpa. Mis acciones, mis decisiones, habían contribuido a su sufrimiento.

Llegamos al hospital con el corazón latiendo a mil por hora. Pregunté a la recepcionista por la ubicación de mi madre y corrí hacia los pisos de arriba. Mi padre estaba allí, sentado en una silla, con la cabeza entre las manos, las lágrimas surcando su rostro. Se acercó a mí, su mirada llena de dolor y reproche, me propinó una bofetada que resonó en mis oídos. Stefanía, que me había seguido, me tomó por los hombros, tratando de ofrecerme apoyo.

- ¡Eres un imbécil! ¡Si Rafaela se encuentra en este estado es solo tu culpa! - gritó mi padre, las lágrimas corrían por sus mejillas - ¿Tienes idea cómo se puso cuando se enteró que tú habías sido el culpable de que robaran en la casa Valverde? ¿Cuando entraste a la empresa y me robaste? ¿Cuando andas en negocios sucios? ¿Que matas sin piedad alguna? ¡Tú eres el culpable de esto! ¡Solo tú! - Su mirada se posó en Stefanía, su tono cambió ligeramente - Aléjate de él, solo te traerá problemas, no es una buena persona, es un monstruo - dijo, su voz llena de amargura.

Mis lágrimas brotaron con más intensidad. Stefanía, a pesar de las duras palabras de mi padre, se aferró a mí con más fuerza. En ese momento, un doctor salió de una habitación cercana, su rostro reflejando una profunda tristeza.

- Lo sentimos - su voz apenas un susurro.

El mundo se vino abajo. Me dejé caer contra la pared, el peso de la culpa me aplastaba. Mi madre había muerto. Y yo, yo había sido el culpable. Stefanía se sentó a mi lado, su presencia era un consuelo silencioso. Dejó que apoyara mi cabeza en su pecho, su cuerpo cálido y firme un ancla en medio de la tormenta. Después de unos minutos, me permitieron entrar a la habitación para despedirme de mi madre. Stefanía había ido a comprar una botella de agua. Pasé varios minutos a solas con ella. Todo lo que había pasado era mi culpa. Le había hecho un daño tremendo a las personas que amaba, y eso era un peso que me aplastaba. El silencio de la habitación era ensordecedor, roto solo por mis sollozos.




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