Decisiones Cruzadas

Capítulo 42

A TRAVÉS DE LA TORMENTA

Gabriel Scott

El rostro de Jeremías reflejaba una mezcla de preocupación y admiración. Mi decisión era impulsiva y arriesgada. Ignorar la tormenta, tomar el control del avión yo mismo... era una locura, una apuesta suicida. Pero en ese momento, la lógica, la razón, la prudencia, eran irrelevantes. Solo existía Stefanía, atrapada, amenazada, a merced de un enemigo despiadado. Y yo estaba dispuesto a desafiar cualquier obstáculo, cualquier peligro, para rescatarla.

- No me importa la tormenta - dije, mi voz firme, segura, a pesar del temblor que sentía en mis manos. La adrenalina corría por mis venas, un torrente de energía que me impulsaba hacia adelante. No había tiempo para dudas, para vacilaciones.

Ignoré las protestas silenciosas de Jeremías e Isaac. Me dirigí hacia la camioneta, mi cuerpo tenso. El rugido del motor se mezclaba con el latir frenético de mi corazón. El camino se convertía en un borrón, un torbellino de asfalto y luces.

Llegué al hangar, el viento azotando la estructura metálica. El avión, un pequeño avión privado, parecía un juguete a merced de la furia de la naturaleza. El cielo estaba oscuro, amenazante, las nubes cargadas de lluvia se cernían sobre nosotros como una amenaza inminente. El rugido del viento era ensordecedor, un coro de furia que resonaba en mis oídos. Pero yo estaba ciego a todo eso.

En ese instante llega un mensaje de la señora Miriam seguramente ya estarían al tanto de lo que sucedía. Decido no contestar no tenía que perder tiempo.

Subí al avión me senté en la cabina, mis manos temblorosas sobre los mandos. El olor a metal y cuero me envolvía, un aroma familiar que me conectaba con mi pasado, con mis años de entrenamiento como piloto.

El motor rugió, un sonido potente que se sobreponía al viento. La aeronave comenzó a moverse, a vibrar, a ganar velocidad. La pista se convirtió en un borrón, el hangar en un recuerdo lejano. Despegue, ascendiendo hacia el cielo tormentoso. Las nubes me envolvieron, el avión sacudido por las ráfagas de viento. La lluvia golpeaba el fuselaje con fuerza, una lluvia torrencial que hacía difícil la visibilidad.

Pero yo estaba concentrado, enfocado, determinado. Mis manos se movían con precisión, guiadas por la experiencia y por la adrenalina. La tormenta era un desafío, una prueba de resistencia, pero yo estaba decidido a superarla. Nada podía detenerme. Nada podía separarme de Stefanía.

El tiempo se estiraba, cada minuto era una eternidad. El miedo, la incertidumbre, la preocupación, eran mis compañeros de viaje. Pero la imagen de Stefanía, su rostro sereno, su sonrisa cálida, me daba la fuerza para seguir adelante. Tenía que llegar a tiempo. Tenía que salvarla.

El avión se sacudía violentamente, las ráfagas de viento amenazaban con desestabilizarlo. La lluvia caía con fuerza, la visibilidad era mínima. Pero yo seguía adelante, guiado por mi instinto, por mi determinación.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, vi el bosque. Un punto oscuro en medio del océano embravecido. Aterricé el avión con dificultad, el chasis rozó el suelo con un golpe seco. El avión se detuvo, tambaleándose ligeramente.
Había llegado. Había sobrevivido a la tormenta. Solo quedaba salvar a Stefania.

Stefanía Lancaster

Desperté a un mundo distorsionado, una visión nublada por el humo y la confusión. Mis muñecas y tobillos estaban atados con cuerdas ásperas que se incrustaban en mi piel. Un olor nauseabundo, acre y sofocante, llenaba mis fosas nasales: el hedor del humo, mezclado con el olor metálico de la sangre y el miedo.

Intenté moverme, pero las cuerdas me inmovilizaban, apretando mi cuerpo como si fueran serpientes de fuego. El pánico comenzó a crecer en mi pecho, un latido frenético que amenazaba con romper mis costillas. Con un esfuerzo sobrehumano, logré enfocar la vista. Las llamas. Eran llamas que danzaban con una voracidad aterradora, devorando todo a su paso, arañando las paredes de madera. Estaba rodeada, atrapada en una jaula de fuego infernal.

La desesperación se apoderó de mí, fría y paralizante. No quería morir. No así, no en medio de este infierno. No sin luchar. Con una fuerza que no sabía de dónde provenía, comencé a tirar de las cuerdas, a retorcerlas, a luchar contra los nudos que me ataban. El dolor era intenso, las cuerdas se clavaban en mi carne, pero el terror me impulsaba, me obligaba a seguir adelante.

Mis manos, entumecidas y doloridas, trabajaron incansablemente. Los nudos, al principio resistentes, comenzaron a ceder, a aflojarse bajo la presión de mi desesperación. Con un tirón final, sentí la liberación. Mis manos estaban libres. El alivio fue efímero, rápidamente reemplazado por la urgencia de liberarme de las cuerdas que aún me aprisionaban los pies.

El fuego crecía, rugía con una ferocidad inhumana. El calor era abrasador, sentía el fuego en mi rostro, en mi pelo, en mi piel. Cada respiración era un esfuerzo, un quejido sofocado por el humo. La tos me sacudía el cuerpo, un espasmo violento que me dejaba sin aliento.

Con las manos libres, pude trabajar más rápido, con más precisión. Los nudos de mis pies, aunque más apretados, finalmente cedieron. Me puse de pie, tambaleándome, con las piernas débiles y temblorosas. El suelo estaba caliente, las llamas se acercaban peligrosamente.

Necesitaba escapar. Necesitaba salir de allí.
Me lancé a una ventana que había hacia arriba sin pensarlo, esquivando algunas maderas que caían del techo como proyectiles mortales. El impacto contra el marco de la ventana fue brutal, un dolor agudo que recorrió mi brazo, pero el instinto de supervivencia superó cualquier otra sensación. Comencé a trepar, mis dedos arañaba la pintura descascarillada y la madera rugosa del marco. El viento, un aliado inesperado, azotaba mi rostro, mientras las llamas rugían a mis espaldas, un aliento infernal que me empujaba hacia arriba.




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