El Shinsei no Okuden dormía entre las raíces del mundo, invisible a los ojos que no conocían el lenguaje de la Mizu. Aquel día, la brisa era suave, el canto de esta era sereno, y las jóvenes Miko entrenaban bajo la guía de la Miko Anciana. Habían consagrado la jornada al rito de afinación espiritual, abriendo los sentidos al flujo del Mizu para recibir señales del equilibrio universal.
Yorutsuki, como Miko principal, lideraba el rito con los pies descalzos sobre un espejo de agua sagrada. Pero ese día, algo crujía dentro de ella. No era dolor. Era eco. Como si el alma de otra persona respirara desde su pecho.
Primero fue un estremecimiento, luego una punzada en el costado. Se tambaleó y se aferró el vientre como si una lanza invisible la hubiera tocado desde dentro.
—¿Yorutsuki-sama? —susurró una de las aprendices.
Yorutsuki no respondió. Sus ojos se abrieron en blanco, y la Mizu que rodeaba el santuario se levantó como si saludara a una antigua tristeza.
Una línea oscura, como obsidiana líquida, se marcó en su antebrazo. Luego otra, cruzando su clavícula. Un patrón antiguo emergía en su piel como si respondiera a un pacto sellado con sangre no derramada.
La Miko Anciana se levantó lentamente. Sabía que eso no era un desequilibrio común.
Entonces, ocurrió.
Yorutsuki gritó.
No con voz humana, sino con un rugido que parecía arrancado del centro de la Chikyu. Su cuerpo se irguió, su cabeza se elevó, y sus labios se abrieron sin moverse. Y aún así, una palabra emergió, cargada de un eco más antiguo que el lenguaje:
—Shenu’l Dael Mizu.
La Miko Anciana se paralizó. Sus pupilas temblaron. Había oído esas palabras cuando era niña, susurradas por su madre mientras la dormía junto al santuario oculto. Era el título prohibido de una canción que solo debía ser entonada si el equilibrio entre los Kami y su Dogma se resquebrajaba. Una historia para asustar niños y hacerlos dormir.
Corrió al cofre sagrado. Abrió el sello de hueso y papel, y extrajo un papiro escrito en Rav’shal. Sus manos temblaban.
—Que el Dal me perdone… —murmuró, y comenzó a cantar.
Las demás Miko abrieron la boca sin intención. La melodía emergió de sus gargantas como si la Mizu las usara de instrumento. Era un canto de cuna, y sin embargo, no había paz en él. Solo memoria.
Shenu’l Dael Mizu
Rav’shal: Shenu’l, shenu’l Mizu-kaen,
Nai’dan rael li thal’sen.
Mizu-tar shin’kai bel’dorah,
Dal’ren al’ken sor’ien.
"Duerme, duerme, niño de agua,
no llores por lo que fuiste.
La Mizu aún corre en tus venas,
y el Dal, paciente, te viste."
Rav’shal: No’karin dal’ven’kai,
shal’ten rai un soran.
Obsidia’al mor’nashira,
li dorah’ken nor’raan.
"La noche no quiere dañarte,
solo viene a conversar.
Es la obsidiana antigua
que olvida cómo amar."
Rav’shal: Sen’kai dor’li Shenu’l nar,
val’tesh morai el’kaen.
Dal’shira nai’ven shal’tar,
Yor’dai nai’shen.
"Si la noche viene con sombras
y el dolor vuelve a brotar,
deja que esta voz de madre
te envuelva como un cristal."
Rav’shal: Mizu’kai bel’nar’kai,
shara-lien kaen’torai.
Ten’sho dal’varh nai’dren,
Shenu’l Mizu… yor’tai.
"Si la Mizu tiembla en tu alma,
y el amor no sabe estar,
entonces canta conmigo:
“Toda herida sabe sanar.”
El Dal cambió. Su luz viró a rojo sangre, por segundos eternos, y luego volvió a su color original. La Mizu tembló. En Ryugu-jō, en los santuarios, en los ríos olvidados. Toda el agua escuchaba el canto.
Yorutsuki, aún en trance, vio con claridad.
Suijin estaba arrodillado en el Santuario del Alma Aural. A su alrededor, los celestiales lo miraban. La lanza Ama no Nuboko su corazón atravesaba.
Entonces, la vio.
No como espíritu, sino viva. Ningen. Caminando hacia él, llamándolo, temblando. Extendiendo las manos.
Pero Ruiyjin, dominado por la Darkinensia, no la reconocía. Su forma era la del Kami antiguo. Inestable. Brillante. Letal.
Ella no huyó. Solo murmuró: Amaimono…
La lanza le mostró la escena como juicio ciego. Suijin, sin conciencia, sin voluntad, la atravesó.
Itze cayó de rodillas, pero el mundo no tembló. Fue su alma la que crujió primero, quebrándose en silencio mientras su cuerpo, aún tibio, se deshacía bajo la luz cruel del Dogma. Sus ojos, abiertos, no buscaron venganza… buscaron ser recordados. Y su última súplica se quedó suspendida en el aire, como un nombre que no alcanzó a ser pronunciado.
La sangre se derramó sobre el Dogma y la tierra tembló. Sus dedos, aún extendidos, buscaron el rostro de quien amaba, pero nunca llegaron.
Fue entonces cuando Suijin volvió a su forma Ningen. El corazón aún latía en su mano. Pero ya no era símbolo de poder… era prueba del crimen. Y al mirar lo que quedaba de ella, no gritó su nombre. Gritó como quien implora que el tiempo se quiebre, como quien intenta retroceder el destino. Gritó el nombre que ahora lo contemplaba desde la herida abierta de la Mizu:
Editado: 29.09.2025