Deidad dragon de agua

La sombra, el Kaji y las voces de un pasaso ya no olvidado

*************************************************************************************

"Lo que el destino une, el dolor no puede separar del todo. A veces, solo lo esconde hasta que un corazón, o un grito, lo llama de vuelta."

*************************************************************************************

El eco del grito no fue físico. Atravesó los planos como una llamarada sorda que quebró el silencio del santuario...

Yorutsuki cayó de rodillas.

No había cuchilla, ni fuego, ni herida... pero algo dentro de ella se quebró como si el mismísimo cielo hubiera descendido sobre su pecho. No necesitó palabras. Lo vio todo.

La caída de Suijin. La Darkinensia que se aferraba a su carne. El humo rojo envolviendo el santuario profanado.

Sus ojos... ya no eran suyos.

El pacto no era solo una promesa. Era una cuerda viva que latía entre ambos, un conducto que vibraba con cada emoción, cada sombra, cada fractura. Y ahora, esa cuerda tiraba de ella como si fuera a arrastrarla al vacío, un vórtice suspendido entre memorias rotas y emociones que no le pertenecían del todo. Su cuerpo permanecía inmóvil, atrapado entre los fragmentos de la última conexión con Suijin, pero su espíritu… ese se deslizaba hacia un rincón remoto, más allá del tiempo lineal.

—Mi Ai... —su voz tembló, como si su nombre la quebrara desde dentro.

El suelo pareció desaparecer. No supo si fue su alma o su conciencia la que cayó, pero de pronto estaba rodeada de negrura líquida. Un mar sin estrellas. Un abismo donde el tiempo no tenía rostro, pero no sabía si estaba dormida. Todo era blanco. Su cuerpo flotaba en un espacio que no pertenecía al tiempo ni al sueño.

No sentía frío ni miedo… solo una vibración lejana, familiar, como una nota suspendida en lo más profundo de su alma.

—"¿Dónde estoy…? Y en ese abismo, percibió una voz. No hablaba, no gritaba; era una especie de murmullo herido...

Entonces sintió la quemadura.

El sello del Shinsei no Ōkuden ardió en su espalda baja como una marca viva. Su piel tembló con una luz pálida, azul como la llama que no quema, pero purifica. El aire se llenó de una fragancia olvidada: Mizu sagrada con pétalos secos de loto.

Yorutsuki se irguió.

El mundo no había cambiado, pero sus ojos sí. Podía ver el lazo, podía sentir su pulso, y podía distinguir entre la verdad del espíritu y la mentira de las apariencias. Había algo más despierto en ella, algo dormido desde otras vidas, algo que el pacto con Suijin había sellado… pero que su dolor había liberado.

—Él no está perdido… aún —dijo una voz a su espalda.

Se giró, sus pasos no hacían eco, y aun así, cada uno parecía acercarla a algo. A medida que avanzaba, el vacío blanco comenzó a teñirse de tonos azules y dorados, hasta que frente a ella apareció un altar sumergido en una niebla cristalina. Allí, en el lago cuyas aguas no eran de este mundo —platinadas, etéreas, como si reflejaran lo que aún no ha ocurrido—, dos figuras conversaban con una intimidad que solo los lazos eternos pueden sostener...

Una era una mujer con ojos de niebla y un kimono manchado de ceniza. Su cabello era largo, trenzado con hilos dorados y polvo del Dal. No caminaba, flotaba apenas por encima del suelo. En su frente brillaba el mismo símbolo que Yorutsuki llevaba en la espalda.

La otra, con un aura más cálida, aunque melancólica, miraba a la primera. Fue ella quien rompió el silencio, con voz tenue, como la de un recuerdo susurrado:

—Dime, ¿quién eres, en verdad?

La mujer del kimono de ceniza —aquella que Yorutsuki ya sentía familiar por el eco del Dal en su frente— respondió con la suavidad de un secreto ancestral:

—Soy aquella que también amó a un Kami y no supo salvarlo. Aquella cuyo nombre fue enterrado, sellado y olvidado para que el tuyo naciera.

Yorutsuki tragó saliva. El corazón le golpeaba como un tambor ritual.

Las dos figuras continuaron absortas en su conversación, como si la presencia de Yorutsuki aún fuera solo una sombra.

—Entonces, ¿eres… parte de mí? —preguntó la de aura cálida, a quien Yorutsuki ahora reconocía como Izumi, la llama que ardió por segunda vez.

—Yo soy la sombra que aún recuerda —dijo Itze, su voz trémula pero llena de amor. —Y tú, eres la llama que ardió por segunda vez.

—¿Recuerdas, Izumi? —preguntó la voz serena de Itze, la primera llama, la que fue y aún respira en los huesos del mundo—. Solíamos reír en medio de los rituales, cuando aún no sabíamos que éramos creadas para ser sacrificios.

Izumi asintió, su cabello cayendo como seda negra sobre los hombros.

—Y sin embargo, sabíamos más de lo que el templo imaginaba. Las visiones que compartíamos no eran del pasado… eran advertencias. Futuros que nos hablaban en susurros.

Itze se arrodilló junto al lago y pasó sus dedos sobre la superficie, creando ondas que reflejaban recuerdos: la primera ceremonia que cambió todo, el fuego que devoró su segunda vida, y la promesa no dicha entre un Kami que la amó en silencio.

—¿Lo sientes? —preguntó Itze, ahora flotando sobre la Mizu espiritual que cambiaba de color obsidiana—. Mi Amaimono… Suijin está sangrando. Lo está recordando.



#2309 en Paranormal
#768 en Mística
#18996 en Fantasía

En el texto hay: misterio, magia, deidades

Editado: 11.08.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.