Deidad dragon de agua

Los Kusuri

El Santuario del Alma Aural respiraba un mutismo pétreo hasta que comenzó un murmullo inaudito, como si las paredes mismas quisieran contener la sombra que se abría paso.
Mientras Suijin caía en la visión prohibida, su cuerpo se estremecía en el altar con espasmos de dolor, aquella en la que, bajo la influencia de la Darkinensia, había asesinado a Itze. Su caída no era un recuerdo: era un abismo que lo devoraba.
Los que observaban el comportamiento de Suijin no entendían por qué un Kami tan poderoso podría lastimarse de esa manera sin una Kami Satsu Goroshi No Ken.

Su familia lo rodeaba: el padre con mirada acerada, la madre como marea contenida, los hermanos convertidos en guardianes silenciosos. Todos aguardaban… como si el aire mismo les negara la respuesta.
Gang Tae lo miraba, impotente, ignorando los hechos como los demás. Contenía el aliento mientras comprendía que aquella caída no era solo del cuerpo, sino también del espíritu, incluso de su alma entera. Y se repetía:
—¡No estás solo! Si mi Kusuri no basta… que sean las voces antiguas las que hablen.

Mientras tanto, realizaba un llamado que solo podía ejecutarse en condiciones precisas desde los confines de los tiempos; este se extendía por todos lados.
El llamado no nació de palabra alguna. Gang Tae permaneció erguido, solemne como un pilar del cielo. Sus manos se movían con lentitud, y con cada giro de muñeca iba trazando runas que no pertenecían a una sola cultura, sino a la memoria de todas las eras.

Primero dibujó en el aire una espiral partida, como el trazo de un kanji inacabado, pero en cuyo centro ardía el ankh egipcio: vida y aliento entrelazados en un mismo signo.
Después, con los dedos extendidos, marcó tres líneas onduladas semejantes al símbolo del río (川), pero coronadas por un delta triangular, eco de los templos griegos: el flujo de la Mizu sosteniendo la piedra eterna.
Luego sus palmas se unieron y se abrieron como un loto, revelando en el aire una runa que era a la vez flor y estrella; los pétalos llevaban grabadas letras sánscritas, y en su centro brillaba el círculo solar de Apolo.
Finalmente, cruzó los brazos frente a su pecho y dejó que sus dedos dibujaran un círculo de obsidiana con grietas doradas, un símbolo que parecía mezclar el ensō con ouros

Cada signo brillaba un instante antes de disiparse, como si hubiese sido escrito sobre Mizu en llamas. Y, al cerrarse el último círculo, el santuario respondió: una grieta de luz se abrió sin sonido, y los guardianes Kusuri descendieron, convocados por aquel idioma que ningún mundo poseía, pero todos comprendían.

Se reunieron Asclepio con su báculo serpentino, Hua Tuo portando su bisturí de jade, Seirin con sus agujas doradas, Eir con sus manos suaves de sanación, Esculapio trayendo plegarias antiguas y Dhanvantari derramando el néctar amrita luminoso de sus manos.
Y aguardando en silencio, con rostro de ibis y ojos de eternidad, Thot, al que llamaban el escriba de los Kami.

Todos se colocaron para formar un círculo solemne, tomando distancia de Suijin y mirando al Kami que los convocó.
La respiración de Gang Tae se agitaba, pues no sabía si, incluso reunidos, podrían con aquello que enfrentaban, ya que no pertenecía al dominio de las curaciones.
—He intentado todo —dijo con voz firme, aunque en su interior ardía la duda—. La esencia que Suijin lleva dentro no responde a ninguna de mis sanaciones. Ni la raíz más pura, ni el aliento de la Mizu, ni la luz del sol sobre sus heridas.

Asclepio arqueó una ceja mientras escuchaba.
—El poder que lo hiere no es de esta era. Ninguno de nosotros ha visto una herida que camina con su propia sombra.

Uno tras otro, intentaron:
• El báculo de Asclepio fue repelido por una fuerza invisible.
• El bisturí de Hua Tuo, al abrir los canales, solo multiplicó las grietas oscuras.
• Las agujas de Seirin vibraron y se apagaron como estrellas muertas.
• Las manos de Eir se congelaron antes de tocarlo.
• Esculapio pronunció plegarias en latín, y el eco murió sin respuesta.
• El amrita de Dhanvantari se evaporó en un siseo amargo.

Gang Tae se mordía los labios. Miró a los Kami, y el aire se volvió tan pesado que no pudo resistir:
—Si seguimos así, alguno terminará como Odín, colgado de un árbol solo para aprender a fracasar con estilo.

Por un instante, el silencio se rompió. Seirin soltó una risa breve, casi prohibida, y hasta Eir sonrió con pudor. Aquella chispa alivió la carga… solo por un respiro.

Entonces Eir murmuró con voz musical:
—Y, sin embargo, toda enfermedad tiene un nombre, y todo nombre tiene una grieta. ¿No es así, Thot?

Las miradas se giraron hacia el escriba del Nilo. Thot asintió lentamente y alzó la mano, dejando que sobre su palma flotara un rollo invisible de papiro que ardía con símbolos vivos. Avanzó mientras su figura imponía solemnidad y, con voz grave, dijo:
—Es la Darkinensia… y contra ella no existe Kusuri conocida. Si la palabra lo reescribe, la palabra puede redimirse… Yo lo intentaré. Mas sepan que, si escribo sobre la herida, la herida también escribirá sobre mí.

Se inclinó sobre Suijin. Alzó su cetro y dibujó en el aire los jeroglíficos sagrados, que se encendieron como fuego en la oscuridad. La runa del ankh, llave de la vida, descendió sobre el pecho del dragón, y un resplandor dorado comenzó a expandirse… pero, al instante, ocurrió lo imposible.

Una sombra líquida emergió desde la herida, tan obsidiana como la Mizu corrompida. No solo lo repelió: también empezó a devorar los signos, tacharlos, negar su existencia en todos los planos. La runa se borraba a sí misma, como si jamás hubiera sido escrita. Al mismo tiempo, manos invisibles trazaban sobre su cuerpo runas de obsidiana que parecían querer arrancarle el alma.
—¡Se reescribe a sí mismo! —clamó Eir, retrocediendo.



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En el texto hay: misterio, magia, deidades

Editado: 29.09.2025

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