Gabby
Nikki tarareaba la empalagosa canción, mientras George Michael estaba en su máximo punto y yo –tapándome los oídos para no escuchar nada, aunque era casi inevitable– quería lanzarme por la ventana.
El alivio me embargó al divisar el mar al horizonte, apagué la radio de inmediato por lo que mi amiga protestó, pero hice caso omiso a sus reprimendas. Las altas palmeras características de las bellas playas de Los Ángeles nos recibieron con todo su esplendor.
Haaaa... Cuanto adoraba aquel lugar.
Nikki estacionó en la residencia de los salvavidas y se bajó de inmediato. Cooper estaba allí con su típica sonrisa rompecorazones que hacía temblar el mundo de cualquier chica, cualquier chica excepto Nikki, yo y cualquier chica con sentido común, por supuesto. Las cuales al parecer, no eran muchas que digamos.
—Mis queridas saltamontes ¿preparadas para su primer día como salvavidas oficiales? —preguntó emocionado, por lo que ambas asentimos —¡Gabby! querida, dile a tu padre que las mejoras a la residencia nos cayeron como agua de manantial.
Sonreí aparentando amabilidad, pero por dentro tenía unas ganas de retorcerme y despotricar a medio mundo. Mi padre, mi querídísimo padre –Nótese el sarcasmo– era dueño de una inmensa cadena de hoteles y residencias playeras, así que no se le hizo para nada difícil cedernos –más bien obligarme a aceptar– esta pequeña parte de ellas, claro había que darle mantenimiento regular y pagar los gastos fijos. De allí, prácticamente nos había regalado la residencia. Que considerado de su parte ¿no?
Esta simple acción tuvo bastante controversia de hecho, ya que se pensó que únicamente nos habían aceptado en el equipo porque habíamos sobornado a Cooper y no por nuestras innatas aptitudes de salvavidas –las cuales son increíbles, cabe recalcar– Hasta que comprobaron lo buenos que somos Logan y yo en las olas –prácticamente nos habíamos criado en el mar, de no ser mi padre y su estúpida imágen social– y lo necesarios que éramos en el equipo. No es por presumir, claro está.
—No hay de qué, Coop. Sabes que nos es nada. —me encojí de hombros y forcé una sonrisa de circunstancias.
—Vale bellas, cámbiense y vayan a la torre de vigilancia "G" cómo será su primera vez oficial, estarán acompañadas por Bronwen.
¡Arsh! ya sabía yo que no nos iban a dejar solas así por así, ni siquiera teníamos edad suficiente para ser legalmente parte del cuerpo de salvavidas, por ahora.
Pero aún así, ¿qué pasó con la confianza? Rodé los ojos y me dispuse a protestar, pero Nikki pellizcó mi brazo, por lo que me giré haciendo una mueca de dolor, ella simplemente negó con la cabeza, anticipando mis intensiones. Volví a rodar los ojos y tuve que hacerme a la idea de que ese día no sería para nada agradable.
Bueno... al menos me queda la cabaña.
La residencia constaba de 8 pequeñas cabañas dentro de un terreno, una sala común, dos canchas: una de tenis y otra de voleibol; una piscina y un salón para fiestas (que utilizábamos más para dar charlas de primeros auxilios o conciencia del medio ambiente, que para otras cosas).
Saqué las llaves de mi cabaña sin muchas ganas y la abrí despacio. Asomé la cabeza y me topé con una hermosa combinación de colores celestes y blancos. Respiré hondo. Tal vez no sería tan mal día después de todo.
A pesar de haber visitado aquel lugar más de ocho veces seguía teniendo ese efecto calmante en mí.
Dejé las llaves y mi mochila sobre la encimera y me senté en una de las altas sillas que daba a la cocina, era mi primer día. ¡Mi primer día como salvavidas oficial!
—¡Hoy es mi primer día! —grité emocionada y pegué un salto por lo que casi me caigo de la dichosa silla.
Paré de golpe y me bajé de inmediato. Sería mejor que me cambiará y dejara de soñar despierta, en cualquier momento podría caer por un barranco y ni siquiera darme cuenta, por culpa de mi realidad fantasiosa.
Entré a la que sería mi habitación en algunos días y me cambié rápidamente, dejé mi ropa apilada sobre la mesita de noche y me lancé sobre la cama. Adoraba este lugar, era tan tranquilo y sereno que hacía que mi mente volara por los aires. Además, las puertas que daban afuera estaban hechas de cortinas blancas que le daban un toque elegante y desenfadado a la vez.
Simplemente perfecto.
Me levanté y separé las delicadas cortinas que daban a una vista privilegiada de la playa. Salí y me senté en una de las tumbonas blancas, disfruté de la suave brisa marina, cerré los ojos y volví a respirar hondo. La exquisita sensación duró, más o menos 7 segundos.
Sí, tan poco.
El estridente grito de Nikki me sacó de mi trance.
Me levanté medio desorientada y lo único que pensé fue que alguien le había hecho daño. ¿Ladrones? ¿Bandidos? ¿Violadores? ¿Llamo a la policía?
Corrí hacia la cabaña contigua a la mía y casi derribo la puerta de una patada, la adrenalina me recorría las venas y me impulsaba a seguir adelante en busca de Nikki.
Ya me veía muerta de cansancio al desperdiciar tanta energía.
—¡Nicole! ¡Madre mía! ¿Dónde estás? ¡Nikki! —grité entrando a la cocina, buscándola sin éxito.
Recorrí toda la casa, hasta que la encontré sentada en la arena jugando con un pequeño cangrejo
¿y entonces? ¡¿qué había sido todo eso?!
Respiraba de forma irregular y entrecortada, hice acopio de toda mi fuerza de voluntad para no gritarle –¡¿Qué demonios fue eso?!–.
Me acerqué cautelosa y me agaché para encararla, meneé la cabeza buscando las palabras adecuadas. Abrí la boca varias veces, pero volví a cerrarla incapaz de articular palabra alguna.
—Hummm...
—¿Sabes que este pequeño amiguito se atrevió a morderme el dedo? —levantó su dedo anular, un tanto enrojecido e inflamado.
¿Dónde quedó tu coeficiente intelectual, amiga?