Henry llevó a una habitación a Aitana; no la podía dejar ir, estaba mal y lo más que podía hacer por ella era llevarla a un lugar seguro.
A la primera oportunidad llamo a Marcos para decirle, pero él no le contestó.
Aitana estaba desconsolada, no dejaba de llorar; amaba a Marcos, lo lo hizo desde la primera vez que lo vio en la universidad. Lo recuerda bien; ella se perdió en su primer día de clases y Marcos la acompañó; desde entonces se volvieron inseparables. Marcos sabía de los problemas que tenía con sus padres e intentaba estar para ella; muchas veces era su refugio. Odiaba a sus padres por el dolor que le causaban a su hija. Ella era la menos culpable de los errores de sus padres irresponsables. Sus días eran felices; siempre la hacía reír, la llevaba a los lugares que sabía que la hacían estar en paz.
Aitana nunca lo sabe, pero Marcos el día que recibió el diagnóstico, horas antes le compró un anillo de compromiso; ese mismo que trae en su maleta era su amuleto. Ese anillo significaba el amor más puro y desinteresado que ha tenido.
—Hola. —El doctor Henry entra unas horas después; el cansancio a esa hora ya es visible.
—¿Te encuentras bien?
—No lo sé.
—Deberías ir a casa y descansar; mañana será otro día.
—Dígame cuál es el diagnóstico de Marcos, por favor, debo saberlo, yo… yo lo amo y no quiero perderlo.
Le daba miedo lo que miraba en sus ojos; Henry trataba de no hacer contacto visual. No podía decirle que Marcos estaba muriendo, que su cáncer es uno de los más agresivos y que ya no tiene más opciones que los tratamientos paliativos.
—¿Cuánto tiempo le queda?
—Esto es muy difícil para mí, mi ética no me permite decirte nada, tienes que hablar con él.
—¿Cuánto le queda de vida? Por favor, te lo suplico. —Aitana caminó hacia Henry y, para sorpresa de él, Aitana se inca ante él.
—No, no, no. No lo hagas.
—No quiero que se vaya, no dejes que se vaya por favor.
—Tranquila. —Los brazos de Henry envuelven a Aitana; ella se deja abrazar.
Marcos tomó un vuelo de regreso a casa; ya no podía quedarse, no iba a quedarse para hacer sufrir a Aitana, se rehusaba a que lo viera morir. Aún no sabía cómo le diría su madre que iba a morir; si pudiera, se iría a otra parte; tampoco quería que su madre pasara por eso; ya lo vivió una vez y le destrozaba el corazón verla llorar cuando creía que él dormía. Estaba molesto con la vida, con Dios por hacer sufrir a las mujeres que amaba.
Al bajar del avión, lo primero que vio fue a su madre; al verlo, sonrió. Marcos tuvo que fingir una sonrisa, al menos hasta que su madre se diera cuenta de que algo no iba bien, y sabía que eso iba a pasar antes de llegar a casa.
—Me alegra verte, mi amor.
—A mí también, mamá.
—Te llevaré a desayunar.
—No tengo hambre, vamos a casa.
—¿Todo está bien?
—Sí, todo bien.
—¿Por qué volviste tan rápido? Pensé que te quedarías más de dos meses. Es por lo de Aitana.
—No quiero hablar de eso, mamá.
—De acuerdo, pasaremos a comprar el desayuno y te llevaré a casa.
Por más que intento poner buena cara, no puedo; se reprochaba a sí mismo dejar a Aitana sola en el hospital. Sí, el doctor le llamó y le escribió un mensaje, pero no contestó.
—Marcos, ¿qué pasa, hijo? ¿No hablaste con Aitana? Aún la amas; tal vez si le dices la verdad, ella entenderá; sé que aún te ama.
—Regreso, mamá.
Su madre no necesitó más explicación, le entendió a la primera; como pudo, estacionó su coche; las lágrimas nublaban su vista. No podía creer que nuevamente estaba pasando. El médico que atendió a su hijo le dijo que podía volver, pero ya habían pasado cinco años desde que entró a remisión.
El abrazo de su madre era lo que necesitaba; lloraron los dos.
—Lo vamos a superar de nuevo, cariño.
—Lo siento, mamá, pero no va a pasar esta vez, volvió más agresivo. —Marcos intentaba calmarse, pero estaba igual que su madre; el llanto le nublaba la vista y el dolor de su madre le destrozaba el alma; solo quería ver a su madre feliz.
—Escucha, mamá, he decidido no hacer ningún tratamiento; si voy a irme, quiero hacerlo en casa contigo.
—No, Marcos, debemos luchar, ya lo hicimos una vez.
—No hay nada que hacer, mamá.
—¿Voy a hacer cita con tu oncólogo?
—¿Para qué, mamá? Para que me diga lo mismo que ya me dijo otro oncólogo.
—Sí, déjame tener una esperanza, hijo, por favor. No puedo perderte.
—Lo siento, mamá, lo siento en verdad.
Marcos llegó directo a su habitación; estaba cansado. Hace un par de semanas que empezó a sentir el cansancio extremo; él sabía lo que significaba, ya había pasado por eso; fueron los síntomas más notorios en su primer diagnóstico, el cansancio y la sudoración excesiva.
Se recostó en la cama, cerró los ojos, pero los abrió al poco rato porque no dejaba de ver la cara de Aitana; una vez más la había dejado; se sentía el peor hombre del mundo. Era un cobarde, pero nunca fue su intención buscar a Aitana; pensó mucho en viajar al pasado; no quería ver que Aitana siguió con su vida, le dolía.
Pero le dolió más saber que no lo hizo, que lo seguía amando tanto igual que él la amaba; no dejaba de pensar que tal vez pudo tener una oportunidad, pero al parecer el maldito destino no quería verlos juntos.
—Hijo, te he traído algo de comer; sé que no tienes hambre, pero debes comer algo.
—Gracias, Ma. —No tiene hambre, pero no quiere preocupar más a su madre.
—Hijo, Aitana me ha llamado, pero no le contesté; llámala, por favor.
—No, mamá, y por favor, espero que no le digas nada, ya sabes lo que pienso.
—Ya una vez la alejaste. ¿Por qué no la dejas decidir?
—Ya es suficiente para mí verte sufrir a ti, mamá; créeme que si no me voy lejos es porque sé que te haría más daño, pero Aitana no sabe lo que tengo, así que es mejor que piense que la dejé porque ya no la amo.