Era la primera noche en mí departamento. El departamento que pasé meses buscando y encontré una tarde de domingo en Internet cuando ya casi me había hecho la idea de que cursaría otro año de manera virtual.
Mi departamento. El que podía costearme con un trabajo medio tiempo y ayuda de mis papás. Para una adulta de veintitrés años que comenzaba su tercer año de carrera, el espacio de dos ambientes era más que perfecto.
Mi parte favorita era el balcón. Podía imaginarme sentada tomando mate mientras estudiaba para un parcial y me acompañaba el viento de la Ciudad.
Era lo que siempre había querido: la independización de mis padres, mudarme a una ciudad y dedicarme a mis estudios.
Sin embargo, era un cambio más grande lo que había creído. Gracias a las noticias, mamá y papá me llamaban todos los días para asegurarse que estuviera bien. No los culpaba y sus llamadas no molestaban. Por más que quisiera ignorarlo, la Ciudad había inculcado en mí cierto temor.
Una mañana de sábado salía de mi departamento para dirigirme al trabajo: una cafetería a cuatro cuadras de donde vivía, cuando por el pasillo caminaba un hombre que jamás había visto. Por un instante contemplé ingresar de vuelta, ya que el aspecto del hombre no me causó confianza. Pero el desconocido se detuvo frente a la puerta junto a la mía y buscó en su bolsillo del pantalón desteñido la llave. Me miró y sonrió.
—Acabo de mudarme —comentó. Era un hombre mayor como mi padre, pelado y delgado. Sostenía una bolsa de compras y un cigarrillo apagado—. Perdón si te asusté —añadió. Supuse que mi cara de terror se notaba a leguas. Sonreí en forma de respuesta—. José. —Se presentó. Agradecí que no intentara estrechar mi mano.
—Daniela —dije.
—Daniela, supongo que de ahora en más somos vecinos.
—Supongo que sí.
—Bueno, no voy a entretenerte más. Fue un gusto.
Le sonreí con amabilidad antes de dirigirme hacia el ascensor. Oí a José abrir la puerta y, al mismo tiempo, el sonido de las botellas de vidrio chocándose entre sí dentro de su bolsa.
Durante la noche de aquel día desperté por el intenso olor que inundó mi cuarto. Reconocí de inmediato que se trataba de cigarrillo y también que provenía del balcón de mi nuevo vecino. La distancia entre los balcones era casi nula, por lo que luego de unos minutos lo oí ingresar a su departamento.
No logré dormir; y tampoco lo hice las noches siguientes.
Al comenzar la semana llamé a mis papás; les conté que tenía un vecino nuevo, obviando ciertos detalles. Como el hecho de que todas las mañanas llegaba con una bolsa llena de botellas de alcohol y por las noches, en las madrugadas, salía al balcón a fumar. Lo hacía tanto y tan seguido que mi departamento estaba impregnado de ese olor y las jaquecas se hacían cada vez más presentes.
Terminé el lunes agotada. Llegué a mi departamento y me acosté en la cama; ni siquiera el olor me alteraba.
Desconozco en qué momento me dormí. En algún momento de la noche unos golpes contra la pared de mi departamento me despertaron. Supe de inmediato que se trataba de José, lo que me resultó extraño. Era la primera vez que causaba este barullo. Miré la hora en mi celular: las cuatro de la mañana. A esta hora la Ciudad estaba sumida en un sueño colectivo.
Los golpes cesaron luego de varios minutos. A mí me fue imposible conciliar el sueño.
Las noches sin descanso pleno comenzaban a pasarme factura; tanto en la Universidad como en el trabajo. No prestaba atención a las clases ni a los pedidos, y si no fuera por mis compañeros, hubiera estado absolutamente perdida.
Tamara, una de mis compañeras de la facultad, me invitó a su casa a estudiar y me permitió quedarme a dormir. Rechacé la invitación; puesto que estaba segura que podría arreglar la situación con mi vecino.
Aquella noche estando en mi casa no sentí ningún ruido molesto a la hora de acostarme. Por un instante, me invadió la tranquilidad. Sería esta la noche que usaría para recuperar el sueño perdido. Sin embargo, mi vecino tenía otros planes.
Esta vez, los golpes se trasladaron de la pared a mi puerta. Los oí alrededor de las cuatro de la mañana. Me levanté de la cama con el corazón en la boca y me acerqué a la puerta despacio; incluso entonces, sin ver de quién se trataba, sabía que era José. Su sombra se movía de un lado hacia otro bajo la luz que ingresaba debajo de mi puerta.
Se detuvo, como si supiera que estaba allí. Esperando que se fuera.
—¿Vecina? —preguntó José del otro lado—. ¿Daniela? —llamó.
Por primera vez, me arrepentí de haberle dado mi nombre.
—¿Estás ahí?
Apreté con fuerza el celular en mis manos. ¿Sería este motivo suficiente para llamar a la policía?
—Necesito que me ayudes.
No respondí.
—Daniela, están en mi pieza. Los puedo escuchar —dijo. No tenía idea a qué se refería; pero su voz no destilaba ningún tipo de miedo o incomodidad. Sonaba como una grabación—. Están metidos en mi pieza y no los puedo sacar si no me ayudás.
Tenía que estar borracho.
Dio tal golpe a la puerta que esta tembló.
—Te dije que necesito ayuda. —Su voz, incluso a través de la puerta, sonaba amenazante.
Desbloqueé el celular, lista para llamar a la policía cuando la sombra de José se alejó. Escuché con atención hasta que cerró la puerta de su departamento. Probablemente cayó rendido en su cama. Por mi parte, no pegué ojo en toda la noche.
Cuando salió el sol esperé. Esperé a que la puerta de José se abriera y él saliera a comprar. Esperé varios minutos antes de salir de mi departamento hacia el ascensor.
—Buen día, Daniela, ¿cómo estás?
—¿Es posible contactar al encargado? —pregunté en cuanto alcancé la altura del portero, quien se mostró perdido.
—¿Por qué? ¿Pasó algo?
Dudé un instante. Conocía a Raúl desde que me mudé. Todos en el edificio confiaban en él.