Es una mala idea.
—No lo es. —La respuesta de Alicia me hace darme cuenta de que lo he dicho en voz alta—. Solo vamos a patinar sobre hielo, no a esquiar al Everest.
—Tampoco esquiaría en el Everest, si es que se puede—murmuro mirando a la gente dar vueltas por la pista.
Algunos se mantienen sobre los patines. Otros... llevan más metros recorridos con la cara. El sonido de las cuchillas sobre el hielo no hace que me tranquilice.
—No voy a hacerlo. Me voy a caer—me niego sacudiendo la cabeza. Un mechón de pelo castaño oscuro se me mete en el ojo—. Me habíais dicho que íbamos a ver la decoración de la Plaza del Pilar, no a patinar.
—Técnicamente la pista está dentro de la plaza, así que, deja de ser tan dramática—me reprocha Carlos. Sus ojos rasgados me juzgan en silencio—. Hay hasta niños patinando. Se caen, echan un par de lágrimas y se levantan. Eso tienes que hacer tú, omitiendo lo de las lágrimas.
—Los niños son de goma. ¡Yo no! —exclamo un poco más alto de lo que pretendía.
—Tienes veintiuno, no ochenta. Vamos a por los patines. —Me arrastra del brazo hacia el mostrador mientras Carlos se ríe.
El suelo está frío y las bolsas de plástico que nos han dado no impiden que se me mojen los calcetines. Vuelvo a echar una rápida mirada a la pista con los patines en la mano; pesan menos de lo que me esperaba. Todavía sigo sin creerme que vaya a deslizarme sobre el hielo con unas botas que en lugar de suela tienen cuchillas. Esto no puede salir bien... para mí.
—Elena, date prisa que el tiempo corre—me dice Alicia devolviéndome a la realidad. Se ha recogido todo el pelo rosa en una coleta alta.
No sé cómo se han calzado tan rápido cuando yo no consigo ajustármelos correctamente. Primero aprieto demasiado las correas y no cierran. Después las he dejado flojas. ¿Cómo pretenden que me patine si no soy capaz de abrocharme unas malditas botas?
—Tranquila, estaremos contigo todo el rato—me dice Carlos echándome una mano.
—Eso no me tranquiliza—murmuro poniéndome en pie.
Sorprendentemente no me caigo, es una buena señal.
Alicia es la primera en entrar a la pista, me tiende la mano para ayudarme y Carlos se queda detrás por si acaso. La barandilla a la que me sujeto no me trasmite demasiada confianza.
—Muy bien, estás dentro, ahora intenta avanzar—me anima mi amiga.
—Recordáis cuál es el número de emergencias, ¿verdad?
Deslizo mi patín por el hielo sin soltarme y automáticamente me arrepiento. La sensación es extraña, siento que voy a resbalarme en cualquier momento. Aun así, reúno el valor suficiente para mover el otro pie.
—Si sigues avanzando ahí pegada te acabarás cayendo. Esa zona es la que más resbala—informa el moreno señalando todo el hielo acumulado en los bordes.
—¿Entonces qué sentido tiene esto? No puedo agarrarme a la valla para no resbalarme porque esta resbala más. ¡No tiene ninguna lógica! —grito una vez más demasiado alto.
—Nadie te ha pedido que le busques la lógica, Elena, solo suéltate y danos la mano. Nosotros te enseñamos—trata de convencerme Carlos.
No sé en qué momento pienso que es buena idea despegarme de lo único que no se mueve, solo sé que lo hago. Alicia va a mi derecha; Carlos en mi izquierda, y sin soltarme ni un momento me animan a patinar. Me gustaría decir que he estado siendo una exagerada, que patinar no es tan complicado, pero estaría mintiendo. Al primer intento me voy de bruces contra el hielo, llevándome a mis amigos detrás. Tal vez por eso la segunda vez soy la única que se cae. ¿Quién me manda fiarme de mis amigos?
—¿Me habéis dejado caer? —pregunto incrédula ante semejante traición.
—Yo no lo llamaría así—se defiende el traidor—. Llámalo proteger nuestra integridad física. —Le saco el dedo corazón antes de que me ayuden a levantarme.
De pronto, una melena rubia pasa a gran velocidad.
—¡Venga, que no ha sido nada! —exclama con una sonrisa.
Se mueve con una facilidad envidiable, como si no costase nada o fuera parte del hielo. La envidio. Mucho.
—Dios me odia—murmuro sin apartar la vista de la patinadora rubia.
—¿Por qué dices eso? —pregunta Alicia ayudándome a levantarme.
—Porque no me ha hecho tan ágil como a ella. —Me agarro a mis amigos para no volver a resbalar.
—Esa chica trabaja aquí y probablemente llevará toda la vida patinando—responde Carlos—. Si no supiera patinar... mal iríamos.
—Quiero intentarlo de nuevo—me sorprendo a mí misma diciendo esas palabras.
Mis amigos me miran como si me hubiera crecido un tercer brazo.
—Madre mía, creo que se ha golpeado la cabeza contra el hielo—bromea Alicia.
Le doy un suave empujón, pero el karma me la devuelve haciendo que casi me caiga.
Empiezo dando pasos pequeños, sí, pasos, porque en vez de deslizarme parece que estoy acuchillando el l hielo. Al final, tras las insistencias de mis amigos termino deslizándome, poco a poco.
—¿Te ves preparada para intentarlo sola? —quiere saber Carlos. Ya llevo un rato sin caerme.
—Pues... Podría... ¿Intentarlo? —dudo.
Me siento mal por mis amigos, ellos ya saben patinar y al estar tan pendientes de mí no pueden disfrutar del hielo. Quiero que puedan dar alguna vuelta. Además, no pueden llevarme siempre de la mano, en algún momento tendré que hacerlo sola.
—Lo haré—digo asintiendo rápidamente con la cabeza.
—¿Segura? —interroga Alicia no muy convencida—. Ha sido idea nuestra, podemos quedarnos contigo.
—No, quiero intentarlo, podéis ir a vuestra marcha. Estaré bien.
Se miran no muy convencidos. Sin embargo, no insisten. Saben que soy más tozuda que una mula y no conseguirán que cambie mi respuesta. Los veo alejarse. No patinan mal, pero no pueden compararse con la rubia que he visto pasar varias veces por nuestro lado.
La veo ayudar a los niños a levantarse, enseñarles e incluso echarle un cable a algún adulto. Todo eso mientras se marca alguna pirueta sin apenas esfuerzo. No sé si quiero ser ella o estar con ella.